El papel de no pocos clérigos y algún obispo de la Iglesia catalana en la astracanada independentista puede tener un resultado medible y sustancioso en el próximo ejercicio fiscal
Llámenlo pagar justos por pecadores, pero el papel de no pocos clérigos y algún obispo de la Iglesia catalana en la monumental astracanada independentista ha sido, por decirlo suave, impropio de ministros de Jesucristo, y la consecuencia de acciones tan públicas y censurables probablemente tenga un resultado medible y sustancioso en el próximo ejercicio fiscal.
Nos referimos, naturalmente, a la X que se nos invita a marcar en la casilla destinada a la financiación de la Iglesia en el impreso del Impuesto de la Renta de las Personas Físicas (IRPF) que nos toca cumplimentar cada año.
Si fuéramos, por ejemplo, alemanes, la cosa sería algo más transcendental. Allí, si te confiesas católico, ya te retienen una sustanciosa proporción de tus ingresos para cedérselos a la jerarquía eclesial, el famoso Kirchensteuer, y el único modo de eludirlo es la apostasía.
Pero los católicos españoles podemos dejar de marcar la dichosa casilla sin llegar a extremos tan terribles o siquiera tener que confesarnos de nuestra libre elección. Y muchos nos tememos que no pocos fieles, hartos de que sus bien ganados euros se destinen a sufragar recuentos ilegales en templos o soflamas patrióticas en lugar de piadosas homilías, opten por privar a la Conferencia Episcopal Española del acceso a su dinero.
La casilla es ya, por sí misma, una curiosa anomalía en un Estado aconfesional al que, sin embargo, una confesión religiosa usa como recaudador de este particular diezmo, único impuesto finalista en nuestro país.
Y, sin embargo -una curiosidad más-, en una clase política a la que difícilmente se puede calificar de devota, solo Podemos se opone a la dichosa casilla. Todos los demás partidos, incluso ese PSOE que en cada campaña tira de anticlericalismo feroz para movilizar a sus bases, parecen encantados con mantener el arreglo.
La razón, por si a alguien se le escapa, es bastante evidente: una Iglesia pagada es una Iglesia agradecida. Favor con favor se paga, nadie muerde la mano que le da de comer y si hay una voz que no quiera oír ningún poder sobre la tierra es la de una Iglesia libre. Es casi un impuesto que pagara el Estado a los pastores para que no alboroten innecesariamente el rebaño; denuncias, sí, vale, pero con sordina, con ese lenguaje blando y vago, de burócrata eclesial, del que suele servirse la Conferencia Episcopal en sus comunicados.
Y esa es también la razón por la que algunos consideramos que esa fuga de capitales podría ser uno de los regalos de la crisis catalana, de ese pasarse a la idolatría de la Diosa Catalunya con armas y bagajes de tanton mosé de aquellos lares: empobrecer a la Iglesia.
No vamos a estas alturas a pretender que nos gusta en todo el estilo del actual pontificado, pero una de sus consignas, sinceramente, nos enamora: una Iglesia pobre para los pobres. Añadiríamos a lo de pobre, libre, pero es que una cosa casi implica la otra.
Pero, ¿y los propios pobres? ¿Qué sería de ellos sin la enorme labor de la Iglesia española en su favor? Oh, bueno, quitando el hecho evidente que los católicos tenemos una obligación de “subvenir a las necesidades económicas de la Iglesia” y que no necesitamos para ello la intermediación de unos poderes públicos que, la verdad, nos aborrecen, estamos convencidos de que la Iglesia española podría hacer muchas economías sin necesidad de recortar un solo euro dedicado a la caridad.
Qué razón pueda haber para que la Iglesia mantenga un imperio mediático que le baila el agua descaradamente a un partido del que no se puede decir que le devuelva el favor, al menos en términos de políticas favorables a la visión social católica, es una pregunta que no acertamos a responder desde hace años. Podría desaparecer mañana sin que por ello se resintiera la fe de un solo católico, e incluso eliminando el escándalo para no pocos.