Es evidente que la actual crisis económica está alterando gravemente la salud psíquica. Son numerosas las publicaciones que han informado recientemente del impacto y las consecuencias del desempleo en la salud psíquica: aumento de la ansiedad, depresión, trastornos psicosomáticos, adicción al alcohol e ideación suicida, además de otras alteraciones en el ámbito familiar y social. Queda así de manifiesto la relevancia que el trabajo tiene en la salud mental. El despido es vivido como una ruptura de la propia biografía.
Hay siempre un antes y un después de la pérdida del empleo, un escenario en el que desfilan los sentimientos de culpabilidad y el descenso de la autoestima, además de la desconfianza en las instituciones. Esta desconfianza es todavía mayor si se rompe el frágil equilibrio institucional —del que también depende la salud— y si las mismas personas que estuvieron en el origen de esos males son las se ofrecen o les compete solucionarlos.
democracia mal entendida
Al menos desde una perspectiva meramente teórica —otra cosa muy diferente es cómo se aplique—, la democracia parece estar dotada de “mecanismos” para salvaguardar la autonomía individual y hacer compatibles las libertades de todos. De este modo se ha llegado a una concepción de la democracia basada en el relativismo y el permisivismo: hoy ninguna “verdad” es absoluta, nadie tiene “la” razón, todo puede ponerse en tela de juicio, por lo que parece ser más recomendable para los países democráticos avanzados permitir todas las conductas, con tal de que no impidan la convivencia pacífica.
En definitiva, en la sociedad posmoralista [1] no existe el bien ni el mal, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, sino diversas opiniones, fundadas en distintas ideologías, que, en la medida de lo posible, han de hacerse compatibles porque todas tienen el mismo derecho a existir. De este modo la tolerancia se identifica con la permisividad. Si hay que respetar en todo a los otros y todo está permitido, entonces solo hay espacio para el conformismo.
Pero lo diverso sigue siendo diverso. Por muy conformista que se sea, lo desigual no es lo uniforme; la homogeneidad no se confunde con la heterogeneidad. La persona no es la masa. No es posible la renuncia a la propia identidad, a la singularidad que hace irrepetible a cada persona. Renunciar a lo que no es renunciable conduce al pesimismo, el hastío y la tristeza. Malos compañeros de viaje para salir de la actual crisis económica y moral en que hoy estamos sumergidos.
Una vez se ha disuelto la “liturgia del deber” y los derechos individuales son iguales para todos, ha desaparecido cualquier elemento diferenciador: el conformismo está servido. Al fin podemos estar orgullosos de que todos somos iguales en la sociedad del “posdeber”. Se entiende que esa misma igualdad hace referencia a los deberes, es decir, a la ausencia de todo deber, de cualquier deber. Pero esto no deja de ser una burda apariencia. La generalización del conformismo está envenenada, a pesar de su envoltura de permisividad o precisamente por ello.
La abolición del deber deja inerme el orden social y, ciertamente, este deja de ser sostenible. Aquellos días de “vinos y rosas” también tienen fecha de caducidad. Más bien antes que después, el permisivismo se transforma en pesimismo y el provisional conformismo ético estalla en un violento debate.
Surge así el enfrentamiento entre los movimientos partidarios de los valores —pretendidamente obsoletos para algunos—, y los movimientos que se sitúan “fuera-del-deber”. El inconciliable antagonismo acaba por crispar a unos y otros y hace que ambos converjan en un desencuentro pesimista y generalizado.
corrupción e ineficacia
De otra parte, los ejemplos de corrupción se multiplican y salen del armario con lo que se debilita la capacidad de respuesta de la ciudadanía a la vez que, en cierto modo, se le insta a imitarlos.[2] De este modo, no solo se pierde la confianza en los otros sino —lo que es peor— la confianza en sí mismo.
Si el “sistema” no funciona, lo lógico es que el ciudadano tampoco se ponga en marcha, y acabe por frustrarse. Aquí importa mucho ese sentimiento de impotencia experimentado por los ciudadanos ante las deficiencias de un sistema corrompido que no resulta fácil de cambiar. Una frustración que potencia y se confunde con la tristeza, puesto que, en alguna forma, la misma ciudadanía se siente responsable de lo que está sucediendo. De hecho, esa misma ciudadanía —ahora tan descontenta con los resultados que experimenta— es la que eligió a los gobernantes que tanto la defraudan. Ante la impotencia para cambiar las cosas, son muchas las personas que suelen optar por el conformismo y hasta el sometimiento. Obviamente, un sometimiento tan pesimista como impotente e inoperante.
Atrás ha quedado, hasta casi el olvido, el ideal utópico del progreso indefinido, de la confianza en la razón, de la igualdad y solidaridad humanas. Las noticias que llegan del Occidente otrora cristiano no son nada halagüeñas, lo que contribuye a hincar en lo más hondo del corazón humano la garra del pesimismo.
No se trata de discutir si ese pesimismo generalizado —tal y como se manifiesta en muchas encuestas respecto de ciertos valores insustituibles para la vida— es solo algo temperamental que puede explicarse mediante alguna teoría psicológica. Un pesimista, como lo definía el humorista Mingote, es “un optimista bien informado”. Cuanto mayor sean las informaciones disponibles, tanto más vigoroso es este sentimiento de tristeza. Y cuanto más la divulguen los medios de comunicación mayor será la tristeza.
Lo que aquí importa no es solo la tristeza individual —a la que hay que atender y sanar, por ejemplo con la ayuda médica, el apoyo social y, sobre todo, la vuelta al trabajo— como esa gran tristeza, la tristeza colectiva y generalizada, que obstruye, bloquea y paraliza la acción humana.
El pesimismo que embarga ahora a muchos ciudadanos choca con el renovado artificio del “buenismo” que propugna la sociedad mediática, del que otro día me ocuparé. Por el momento, la esperanza colectiva se ha quebrado, y se cree, poco y mal, en las soluciones que puedan aportar las instituciones. Europa está perdiendo la confianza en sí misma. La crisis de las instituciones políticas europeas se manifiesta en multitud de indicadores, en los que ahora no puedo detenerme.[3]
las soluciones comienzan con el cambio de actitud de las personas
Sea como fuere, lo que nadie duda es que hay que afrontar el problema de una vez por todas. Es preciso acabar con este pesimismo paralizador. Los políticos repiten hasta la saciedad que “hay que generar confianza”. Llevan toda la razón en ello, pero no dan instrucción alguna acerca de cómo hacerlo. La confianza no es una herramienta que pueda generarse artificialmente; la confianza no crece sino que se desgasta cuando se incurre en la vacía repetición de su anuncio sin hacer nada más.
De acuerdo en que es necesario recuperar y reactivar la confianza en las personas e instituciones. En este punto, el ejemplo de la clase política es mucho lo que puede hacer. Pero no solo ella. Hay que contar también con las personas singulares —en general, con la honradez de todos y cada uno de los profesionales—, además de ese amplio conglomerado de “intermediarios” —asesores, consultores, negociadores, representantes sindicales liberados, empresarios, etc.
Es menester que se cierre el capítulo de la corrupción a todos los niveles, a fin de que surjan los “brotes” de confianza que tanto necesitamos. La confianza, el hecho de fiarse de los otros, hunde sus raíces en el comportamiento coherente, en la coherencia de vida de las personas que en definitiva han apostado por la verdad.
Una vida es coherente si es verdadera. Es preciso embrazar la verdad de manera que sea el eje sobre el que se vertebra la vida personal. La vida personal será verdadera —y generará confianza— si se da una plena coincidencia entre lo que pensamos y lo que decimos —abolición de la mentira—, entre lo que decimos y hacemos —abolición de la falsedad—, y entre lo que pensamos y hacemos —abolición del cinismo—: tres errores que es preciso abolir para que la confianza emerja, se generalice y revista de autenticidad cada comportamiento humano.
En esta cuestión vital es mucho lo que todos nos jugamos así como lo que podemos perder. En sentido contrario, los “pactos de silencio”, cuya trama no es otra que el do ut des (te doy para que me des) de la ocultación y el engaño, agigantará y hará eclosionar la desconfianza radical. Silenciar o inhibirse ante los errores —que, además de económicos, son sobre todo morales— no tiene en el momento presente justificación alguna. No actuar en este preciso instante aumentará la incidencia de trastornos psicopatológicos en los ciudadanos, acrecerá su desconfianza, y disminuirá —¿posiblemente hasta su extinción en algunos casos? —la necesaria cuota de votos democráticos de la que con tanta urgencia precisan los partidos políticos para su supervivencia y continuidad.
Catedrático de Psicopatología. Universidad CEU-San Pablo
[1]“Entendemos por ella [sociedad posmoralista] una sociedad que repudia la retórica del deber austero, integral, maniqueo y, paralelamente, corona los derechos individuales a la autonomía, al deseo, a la felicidad […], y que solo otorga crédito a las normas indoloras de la vida ética. […] No hay recomposición del deber heroico, solo reconciliación del corazón y de la fiesta, de la virtud y el interés, de los imperativos del futuro y de la calidad de vida en el presente”: G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona, 1994, p. 13 (la cursiva es nuestra).
[2] F. Quevedo y D. Forcada, El negocio del poder. Así viven los políticos con nuestro dinero, Áltera, Barcelona, 2009.
[3] Baste considerar aquí la multiplicidad y diversidad de leyes que se están promulgando. Algunas de ellas con mucho sentido, pero muchas otras acerca de lo trivial y baladí, dirigidas por el afán regulador y normalizador de los diversos y personales estilos de vida. La invasión de lo privado con este “reglamentarismo” europeo hace un flaco servicio a la democracia liberal. Además, algunas de esas leyes son contradictorias entre sí o incluso conculcan los principios constitucionales de los diversos Estados. En ese caso, ¿a quién hay que obedecer? ¿A la UE, a la propia constitución, o sálvese quien pueda? ¿No se estará yendo hacia la debilitación y disolución de los Estados? Algunas de esas leyes, además, chocan frontalmente con los Derechos Humanos, lo que potencia todavía más la confusión de los ciudadanos.