«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que toma de lo mío y os lo anunciará”». (Jn 16,12-15)
El Evangelio de San Juan refleja dos preocupaciones de la Iglesia primitiva: una vertical, que se concreta en la liturgia, en la oración comunitaria y en el culto a Dios, y otra horizontal, que se expresa en la apologética o defensa de la fe. Es muy posible que estas dos líneas sean las que originen el IV Evangelio. Toda la acción del Espíritu consiste en ponernos en comunicación con Dios, en introducirnos en los secretos del amor de Dios de tal manera que hasta le podemos llamar Padre. La ley es la letra que condena y mata pero por el Espíritu se convierte en fuente de vida. A las obras de la carne le suceden los frutos del Espíritu. La Iglesia como nueva creación nace del Espíritu, y se puede decir que la acción de la Iglesia es “como el evangelio del Espíritu Santo”. Puesto que Dios es espíritu, lo que nace de Dios, “habiendo nacido del Espíritu, es espíritu” (Jn 3,6).
Sobre la Revelación está todo dicho porque la Revelación es Jesucristo, entonces a qué viene este texto que nos dice: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa”. Desde el tiempo en el que se manifiesta Jesucristo —vida pública, muerte, anuncio de su resurrección y ascensión— hasta nuestros días, es necesario que el Espíritu Santo certifique en nuestra vida a nuestro espíritu que verdaderamente Jesucristo es el Señor, que este Dios es amor, que este Dios nos ha creado por amor, y que este amor es posible vivirlo y hacerlo presente en el día a día de los creyentes, en todos aquellos que sin haber visto han creído y creen verdaderamente que este que ha muerto y ha resucitado por los seres humanos, es la manifestación del amor de Dios a todos los hombres — “mirad cómo se aman”—y que por lo tanto hace posible que la vida tenga sentido.
Ahora tiene sentido vivir porque aparece un proyecto nuevo que consiste en saber que el otro es hijo de Dios como yo. El otro ya no es un enemigo, el otro es el que posibilita al creyente el encuentro con Dios. Ahora la oración ya no es para uno mismo; la oración del creyente es de intercesión. Pone en su oración a todos los hombres en la presencia de Dios, sean estos amigos o enemigos. Para el cristianismo todos los hombres son hijos de Dios. Esto, que es una conclusión clara, concisa y concreta y que sería suficiente para que la humanidad pudiera vivir con justicia y en paz, no ocurre. La vivencia del día a día es que si somos dos, la relación es de lucha por el poder, y si somos tres la guerra está en ciernes. La realidad, aunque nos pese, es ser enemigos. Es estar compitiendo por saber quién es el es más sabio, el más alto, el más bajo, el más gracioso o el más guapo.
La creación en sí misma es una revelación. A su manera, todas las criaturas nos hablan de Dios, porque todas ellas conservan y manifiestan el rostro de Dios, la impronta de su Sabiduría. Dios habla al hombre por medio de la creación, por medio de su Palabra. Pero el hombre, a pesar de tener la capacidad de escuchar y de ver, ni sabe escuchar ni sabe ver, como dirá San Pablo en Rm 1,19-23: “Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables; porque habiendo conocido a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos”.
La Palabra de hoy es la clave. Necesitamos el Espíritu que procede del Padre y del Hijo y que lo envían el Padre y el Hijo para que todos los días podamos seguir afirmando y bendiciendo a este Dios que no solamente nos da la vida, sino que posibilita el don de compartirla. Para ello es necesario —y aún más, es imprescindible— que el Espíritu Santo esté en medio de nosotros y certifique a nuestro espíritu que verdaderamente todos los hombres y mujeres somos hijos de Dios.
Alfredo Esteban Corral