‘Y añadió.’ Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios” (Ex 3.6).
En el texto anterior habíamos dicho que la tarjeta de presentación con que Dios se daba a conocer a su pueblo a lo largo de la Escritura era prácticamente la misma: “Aquí estoy, no temas, estoy contigo”. Estas y parecidas palabras acompañan a todos aquellos que Dios llama en orden a las distintas etapas de salvación que hace con su pueblo santo. Podemos ver, por ejemplo, cómo cuando Dios escoge a Josué para culminar la travesía del desierto con la conquista de la tierra prometida; la garantía que le ofrece es que así como sus ojos fueron testigos de que su Fuerza estuvo con Moisés, de la misma forma estará con él para poder llevar a cabo su misión: “Nadie podrá mantenerse delante de ti en todos los días de tu vida: lo mismo que estuve con Moisés estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré” (Jos 1.5).
Me he inclinado por este ejemplo porque tiene un gran paralelismo con lo que Dios dice a Moisés una vez que le manda que no se acerque más. y que se descalce porque está en su recinto santo, en su presencia. He aquí lo que le dice: Yo soy el Dios de tus padres. el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
La garantía que terminaría por convencer a Josué para poner su confianza en este Dios que no se dejaba ver, consistía en haber sido testigo de las hazañas que El había hecho por medio de su siervo Moisés. Hazañas que marcarían indeleblemente la experiencia de fe de todo este pueblo de generación en generación. Hazañas, prodigios y maravillas que constituyen lo que podríamos llamar las catequesis de iniciación con las que los israelitas transmiten la fe a sus hijos, como se puede percibir a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Como ejemplo, podemos leer parte de este salmo: “Escucha mi ley, pueblo mío, tiende tu oído a las palabras de mi boca… Lo que hemos oído y que sabernos, lo que nuestros padres nos contaron, no se lo callaremos a nuestros hijos, a la futura generación lo contaremos: Las alabanzas de Yahvé y su poder, las maravillas que hizo…” (Sal 78,1-5).
La intención del autor del libro del Éxodo es más que evidente. No hay ninguna interrupción por parte de Dios en su historia de salvación. Abrahán. Isaac y Jacob no son reliquias del pasado, no son personajes ilustres cuyos retratos se enmarcan y cuelgan en el salón para recordar tiempos mejores. ¡No, están vivos! Yo soy el Dios de Abrahán. Y si te digo que soy su Dios es porque su nombre no ha sido almacenado en los pliegues de la Muerte. ¡No! Yo soy su Dios. Y soy yo quien certifico que está vivo, así como también Isaac y Jacob.
A final de cuentas, esto fue lo que dijo Jesús a los saduceos, que eran escépticos, por no decir “ negacionistas” de la resurrección de los muertos: “Jesús les contestó: ¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios?… Acerca de que los muertos resucitan. ¿No habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12.24-27).
Yo soy el Dios de tus padres. Así es como se presenta Yahvé ante Moisés, así es como se le da a conocer generando en él su confianza. Con su referencia a los patriarcas, le está señalando taxativamente que nada se ha interrumpido en lo que respecta a las promesas dadas a todo Israel por medio de ellos. Promesas que, teniendo como punto de partida su pueblo santo, se abren, como bien sabemos, a todos los pueblos de la tierra, llegando a su total universalidad con el acontecimiento salvifico por excelencia: la Encarnación.
Yo soy el Dios de tus padres, le comunica Dios desde la zarza. Cada uno de ellos representa un eslabón de una gran cadena. En esta mi manifestación, lo que te estoy diciendo es que tú eres el siguiente eslabón. Aun cuando tantos años de esclavitud en Egipto bajo el yugo del Faraón, hayan llevado a pensar a mi pueblo que todo lo prometido a sus patriarcas no son más que palabras huecas, aquí estoy Yo contigo para decirte que las cumplo; y más aún, que empeño mi lealtad en todas y cada una de ellas. Aquí estoy contigo para hacerlas vida.
Moisés se encuentra ante esta Palabra con un aspecto o faceta de Dios que será absolutamente esencial para la relación, según la verdad, del hombre con Dios: ¡Es leal a toda palabra que sale de su boca!, es fiable; y, pase lo que pase o, más aún, nos haga pasar por donde nos haga pasar, su Palabra, sus promesas, son y serán siempre irrevocables.
A estas alturas, después de la bellísima noticia de la absoluta lealtad de Dios con su Palabra dada, y también la no menos bella de su fiabilidad, no nos queda otra que unir nuestras voces a la del salmista para cantar con él: “Es bueno dar gracias a Dios, y salmodiar a tu nombre, Altísimo, publicar tu amor por la mañana, y tu lealtad por las noches, al son del arpa de diez cuerdas y la lira, con un susurro de cítara. Pues con tus hechos. Dios mío, me regocijas…” (Sal 92,2-5).