En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a los discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen.
Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame “rabbí”.
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “rabbí”, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías.
El primero entre vosotros será vuestro servidor.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (San Mateo 23, 1-12).
COMENTARIO
Con su estricta fidelidad a la ley, los fariseos predicaban lo aprendido, pero quizá sus palabras estaban movidas para imponer y ejercer autoridad en su soberbio deseo de ser superiores, más que a su obligación de ayudar y guiar al pueblo. Por ello “cargan los pesados fardos sobre los hombros” de los creyentes. Y es inevitable pensar en tantas pequeñeces impuestas y abusos cometidos por los dueños de la norma: presidentes, dirigentes administrativos, políticos, profesores, padres, monitores, y todo aquél al que ejerce cualquier forma de poder humano con el juego en su mano de prohibir u obligar.
Lo que Jesús aborrece en los fariseos es su soberbia espiritual, como lo deja claro en la parábola del fariseo y el publicano, y afea además su tonta vanidad: “Alargan las filacterias y ensanchan las orlas del manto” muestra de ridícula frivolidad.
Insiste el Señor en otra forma de vanidad que fomentamos los demás en las personas aludiendo a los títulos, los cargos, y todos los calificativos que conceden prestigio: Maestro, director, ministro, jefe, lo que sea para dejar claro que se está en un escalón por encima de otros, como el entrevistador de la TV o la radio que por razones informativas, recalca la importancia del cargo que ocupa, Jesús anima a que veamos la validez de la persona en sí misma y no en la categoría del poder que ostenta. Y me atrevo a declarar aquí mi incomodidad ante el título rumboso de “santo padre”.
Todas las personas queremos halagos, aplausos, alabanzas, y si no los buscamos directamente, no podemos negar la satisfacción que causa el reconocimiento a nuestras obras, la aprobación de nuestros actos, y por supuesto el agrado de un juicio favorable. ¡Claro que sí! Y cuando queremos ganarnos a alguien o romper el hielo de un encuentro difícil, usamos este método a veces exagerado, y se alaba el comportamiento, la palabra, la actitud, el vestido, el peinado, el físico, el porte…
Está muy bien ser amable con las personas que nos rodean, apoyar su estima resaltando algún valor. Jesús también usó como humano varias veces la alabanza, siempre referidas a la fe. Con Natanael “He aquí un israelita en quien no hay engaño”, (Juan 1,4-7); al centurión después de la humildad de su declaración “No soy digno de que entres en mi casa” Jesús dijo a los que le seguían “Os aseguro que en Israel no encontrado en nadie una fe tan grande” (Mateo 8,10) o a la cananea, que humilde pero con insistente ingenio, hace decir a Jesús lo que cualquier cristiano desearía oír de sus labios “¡Oh, Mujer, qué grande es tu fe” (Marcos 7,26) (Mateo15 ,22).
Nadie quiere ser humillado. No veo a mi alrededor a ninguna persona que no lo considere una de las peores ofensas. “Me humilló” decimos como algo grave, imperdonable, que rompe toda relación establecida.
El cristiano está obligado a un continuo esfuerzo de humildad; no buscar el halago, aceptar con sencillez la alabanza, si en verdad resalta alguna cualidad , porque al orgulloso tampoco le gustan los halagos, solo aquellos que pueden ascenderle a un puesto más alto. El verdadero humilde cree que Dios le ha concedido sus virtudes y cualidades y por tanto da gracias al Señor y le dedica la alabanza.
El envanecerse frívolamente, la insistente búsqueda del halago, el canto al yo y la exhibición de las propias cualidades, resulta un espectáculo muy ridículo, que vemos en personas que nos rodean, pero hay que reconocer que es muy difícil ejercer con sencillez y naturalidad la virtud de la humildad.