«En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros. Y los judíos comentaban: “¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: ‘Donde yo voy no podéis venir vosotros’?”. Y él continuaba: “Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis por vuestros pecados: pues, si no creéis que yo SOY, moriréis por vuestros pecados”. Ellos le decían: “¿Quién eres tú?”. Jesús les contestó: ”Ante todo, eso mismo que os estoy diciendo. Podría decir y condenar muchas cosas en vosotros; pero el que me envió es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él”. Ellos no comprendieron que les hablaba del Padre. Y entonces dijo Jesús: “Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada”. Cuando les exponía esto, muchos creyeron en él». (Jn 8,21-30)
En plena preparación de la Pascua 2014, ayudados por el Evangelio de San Juan, vamos, día a día, penetrando con una mayor inteligencia espiritual en la identidad y misión de Jesús de Nazaret. El IVº Evangelio nos presenta hoy a Jesús enseñando en el Templo en un contexto de alto voltaje dialéctico. Jesús, tras mostrar la misericordia que ha sanado y curado a la adúltera en el Templo, comienza a revelar quién es Él, se presenta como “la luz del mundo” (Jn 8, 12), afirma que “el Padre da testimonio de Él” (v. 18) y a través del diálogo que mantiene con los fariseos les desvela que Él es Yo soy (vv. 24 y 28). Es decir, se presenta como Dios frente a ellos, porque con este Nombre se reveló Dios a Moisés en el monte Sinaí (Ex 3,14). En efecto, esta fórmula que se repite en varios momentos a lo largo del Evangelio de Juan (6, 20; 8, 58, 13, 19, 18, 6) se inspira en Is 43, 10 y Dt 32, 39 y alude al Nombre divino revelado.
La elevación del Hijo del hombre (en la cruz, y luego en la gloria del Padre) revelará su origen divino. Por no reconocerlo, los judíos que se nieguen a creer morirán en sus pecados como en otro tiempo los hebreos en el desierto (Jn 3, 14 y 8, 25). Jesús les está profetizando su pasión: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy” (8, 28). Con esta expresión, el evangelista nos muestra a Aquel que no solo era, sino que es; Aquel que en todos los tiempos puede decir en presente: “Yo soy”. “Os aseguro que antes de que Abraham naciera, Yo soy” (Jn 8, 58). El cuarto Evangelio nos muestra al verdadero Jesús. Unas veces Jesús dice simplemente, sin más: “Yo soy”, “que soy yo”; en el segundo grupo el “Yo soy” se ve completado en su contenido por una serie de imágenes: Yo soy la luz del mundo, la vid verdadera, el buen pastor…
En el diálogo que Jesús mantiene con los judíos les ha dicho anteriormente al texto que estamos comentando: “Vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy… No me conocéis a mí ni a mi Padre” (8, 14.19). Y aclara, después: “Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo” (8, 23). Y es en este momento cuando llega la frase decisiva: “Si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados” (8, 24). ¿Qué significa esto? Cómo nos gustaría preguntarle: “Qué eres?, ¿Quién eres?”. De hecho, es esta la réplica de los judíos: “Quién eres tú?” (8, 25). ¿Qué quiere decir “que Yo soy?”.
El Papa emérito Benedicto XVI nos ofrece la siguiente respuesta en su comentario al Yo soy en Jesús de Nazaret II: “Al presentarse con la expresión Yo soy, precisamente como el que es, se presenta en su unicidad. Cuando Jesús dice Yo soy retoma toda la historia de Dios con su pueblo y la refiere a sí mismo. Muestra su unicidad: en Él está presente personalmente el misterio único de Dios. El Padre y yo somos uno. Con este Yo soy Jesús no se pone junto al Yo del Padre, sino que remite al Padre. Pero precisamente así habla también de sí mismo. Se trata de la inseparabilidad entre Padre e Hijo. Como es el Hijo, Jesús puede poner en su boca la presentación que el Padre hace de sí mismo. Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9). Y viceversa, estando así las cosas, en cuanto Hijo puede pronunciar la palabra que revela al Padre. En el debate en que se encuentra este versículo se trata precisamente de la unidad entre Padre e Hijo. A partir de ella hay que entender el uso de la fórmula en la escena de la zarza ardiente (Ex 3, 14) y en Isaías 43, 10; su Yo soy se sitúa totalmente en la relación entre Padre e Hijo” (pp. 399ss).
Tras la pregunta de los judíos —que es también nuestra pregunta— “¿Quién eres tú?”, Jesús se remite en primer lugar a Aquel que lo ha enviado y en nombre del cual Él habla al mundo. Repite de nuevo la fórmula de la revelación, el Yo soy, pero la extiende ahora a la historia futura. “Cuando levantéis al Hijo del hombre sabréis que Yo soy” (Jn 8, 28).
En la cruz se hace perceptible su condición de Hijo, su ser con el Padre. La cruz es la verdadera altura, la altura del amor “hasta el extremo” (Jn 13, 1); en la cruz, Jesús se encuentra a la altura de Dios, que es Amor. Allí se le puede reconocer, se puede comprender el Yo soy. La zarza ardiente es la cruz. La suprema instancia de revelación, el Yo soy y la cruz de Jesús son inseparables. Esta perspectiva ya aparece apuntada en el diálogo que Jesús tuvo con Nicodemo al decirle: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna” (Jn 3, 13-15).
La teología joánica tiene presente, en paralelo de Núm 21, 4-9, que así como los hebreos debían mirar a la serpiente de bronce puesta por Moisés sobre una “señal” para que Dios les perdonara su pecado (v. 7) y pudieran seguir con vida (v. 9), el hecho de que el Hijo del Hombre sea elevado en la cruz será lo que permitirá reconocer que Él podría atribuirse el Nombre divino Yo soy, y por tanto el hombre podrá evitar morir en razón de sus pecados.
Creer en el Hijo del hombre elevado, es creer en el nombre del Hijo, Unigénito de Dios; es por tanto, creer en el amor del Padre que sacrificado a su propio Hijo para que nosotros nos salvemos. Si no se cree que Jesús es el Unigénito, ¿cómo reconocer el amor del Padre para con nosotros? El peor de los pecados es no creer ya en el Amor. Para Juan, el Hijo del hombre debe ser elevado en la cruz, pero esto es el primer paso que debe llevarle junto a Dios, donde reinará después de destronar al Príncipe de este mundo. Al subir al cielo, el Hijo del hombre no hará sino retornar a su lugar propio, recobrar la gloria que tenía antes de la creación del cosmos. Confesemos con el Credo de Nicea lo que la Iglesia dice siempre a Jesús, con Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).
Juan José Calles Garzón