«No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar.
Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino.»
Le dice Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»
Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí (San Juan 14, 1-6).
COMENTARIO
Cada palabra cuenta para entender el Evangelio de Juan y el alma de Jesús que vive en él. No tiene desperdicio la esencia de la Vida que se nos da a través de Juan, oliendo a soledad profunda de Patmos. Todo lo existente en el universo, termina produciendo perturbación al espíritu, si no se apoya en la fe de Dios y su Cristo. La fe (pistis) es el conocimiento íntimo del verbo que sustenta todo el discurso de Jesús en el estilo de Juan. La experiencia es sentirse “Absorbidos” por el Camino de la verdad y de la vida, como dice literalmente el texto griego, en el caleidoscopio del discurso de la Cena.
Siendo tan grande la realidad prometida del amor de unos a otros, el alma se confunde, se aturulla, se turba, y lo primero que nos pide Jesús es andar tranquilos- “me tarasasce” les dice-. La turbación viene al alma por un acontecimiento o noticia inaudita que le afecta. María y Zacarías se turbaron ante el Ángel, y los apóstoles se turbaron en el Tabor, pero aquí quedaron fuera juego ante el “mandamiento” nuevo que Jesús les acababa de regalar “para que os améis unos a otros como yo os he amado”. (Jn13) Es el máximo regalo.
Juan, que no relata la institución de la Eucaristía durante la Cena, usa las mismas palabras consagratorias del pan y el vino, para el regalo de la Palabra que consagra a todo el hombre en el amor y el conocimiento de la Trinidad(Jn 17). Esa Palabra suya, hace al hombre ser como Dios, porque el verbo griego ‘ser y estar’ –eimi-, que traduce el texto de hoy con sentido de su reunificación -para que “donde yo estoy estéis también vosotros”-, puede traducirse en solo ‘ser’: “para que seáis como yo soy”, como Dios.
En aquella conversación los discípulos captaron que se aproximaba algo especial que no entendían, aunque convivieron con Jesús durante tres años. El diálogo de la Última Cena, suena a despedida y a unión como nunca habían soñado ni los más piadosos de Israel. Están asombrados ante los especiales preparativos de aquella celebración: ese galileo que les lava los pies, se sienta con ellos a la mesa con sencillez, los reprende, los acompaña… tan cerca y tan desconocido, no notaron que era el camino al Padre.Y Jesús emocionado y raro aquella noche, les dedica promesas, los anima “No os turbéis”, asegura que volverá a buscarlos… Se tranquilizan cuando oyen que va a prepararles un hogar en la Casa del Padre, sinónimo de intimidad y seguridad, hay espacio y moradas para todos. No lo verán físicamente, pero estará escondido en lo profundo de sus almas. Hablará a través de sus voces , verá con sus ojos y amará con sus corazones.
Son fascinantes sus palabras, “cuando vaya y os prepare un lugar, volveré”… O sea, no es que nosotros conseguimos nuestro puesto en el cielo, sino que Jesús— la puerta —, nos lo tiene ya preparado y dispuesto.
Tomás pregunta porque no lo ve claro. ”Señor, no sabemos adónde vas”… La respuesta “YO SOY el Camino, la Verdad y la Vida”… es una afirmación triple que los conmueve a todos.
Aquello no era una despedida normal, se va lejos y los deja, pero se queda caminando en el conocimiento de la Verdad.
La fecha de hoy nos recuerda nuestra finitud. La muerte es un tema que no sabemos manejar, mejor no nombrarla y disfrutar a tope del ímpetu de vivir, aunque sigilosamente se vaya gastando el vigor y el empuje. Pasar el desafío de la vida sabiendo que no es eterna y que todo encontrará su sitio y encajará en esa “morada”que Dios me ha preparado, es entender que la muerte no es fin de trayecto, que somos Jesús y yo los que tenemos la última palabra. Ante la evidencia de la muerte, proclamamos de palabra que Cristo vive, ha resucitado, pero si no lo acompañamos con actos, no tendremos la seguridad de que se pasa de la muerte a la vida cuando se ama. Él lo hizo.
Así que para el creyente, ni la muerte es pérdida irreparable, ni el camposanto última morada.
Para los cristianos solo se trata de un cambio de domicilio “in ictu oculi,” la vida es muy corta. La muerte es la puerta que abre el encuentro. Llegamos a la meta y todo tiene sentido ahora: fuimos creados para ser felices más allá del visible horizonte terrestre, no se trata de la tiranía de la felicidad que el mundo pregona y que la publicidad ofrece como un producto más de consumo. Consiste en que Jesús dio su vida por mí, me rescató del pecado porque me quiere. Y a cualquier hora y siempre, todo me perdona sin cansarse de abrirme el corazón y los brazos desde su eternidad.
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