En aquel tiempo, los discípulos de Juan se acercan a Jesús, preguntándole:
-« ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?»
Jesús les dijo:
-« ¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?
Llegará días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán.
Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor.
Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres; se derrama el vino y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan». Mt 9, 14-17.
“Se acercaron los discípulos de Juan a Jesús, y le preguntaron”
Juan anuncia la venida de Cristo. Conoce su misión, y la cumple hasta el martirio. Se olvida de él y anima a sus discípulos a acercarse al Señor. Una lección que todos hemos de aprender, y que hemos de poner en práctica a todo lo largo de nuestra vida: acercarnos al Señor, y animar a amigos y conocidos a descubrir la presencia del Señor, y a seguirle.
“¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?”.
El pueblo judío vivía el ayuno como expresión de pena, de dolor, de arrepentimiento por sus pecados. Ayunar era una manifestación de vida piadosa. En los tiempos e Jesús, para muchos judíos el ayuno se había convertido en una especie de práctica externa, que dejaba de manifiesto que se cumplía una “ley”, sin pensar en la “conversión” del corazón a Dios.
El Señor que ha venido “para hacer nuevas todas las cosas”, recordó esa “conversión” con estas palabras: “Cuando ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas, que demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan (…) Tú, cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tu cara para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre (…) y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 16-18).
“¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán”
Si los discípulos están con el Señor, su corazón ya se ha convertido a Dios; su corazón busca a Dios y le sigue. Llegará un tiempo, cuando Cristo desparezca corporalmente de su vista, y entonces también para ellos el ayuno será necesario.
Pero ya será otro ayuno. Ya no se tratará de comer más o menos cantidad de alimentos, y tampoco de distinguir entre alimentos puros o impuros. El ayuno será en adelante ayuno de nosotros mismos; ayuno de nuestras ambiciones, de nuestros caprichos, de nuestros gustos egoístas; de todo lo que nos impida “convertirnos” a Cristo, a Dios.
Y no será nunca una acción que presentamos a Dios para que reconozca nuestros méritos, y nos premie, como pretendía en su oración el fariseo de la parábola.
El ayuno de todo lo que en la tierra nos puede apartar de buscar, de amar, de seguir a Dios. Este es el verdadero ayuno a los ojos del Señor. Dejar de comer algunos alimentos, en días fijados por la Iglesia como prácticas de penitencia, es sencillamente una señal de que no fijamos nuestro corazón en los bienes terrenos, sino que liberamos nuestro corazón de apetencias muy terrenas, y así lo preparamos para buscar verdaderamente los bienes eternos.
El precepto se ha convertido en camino hacia el Cielo; en cauce de conversión del corazón del hombre que se abre a la luz de Dios.
“Nadie echa el vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las cosas se conservan”
Los corazones convertidos son los “odres nuevos”. ¿En qué consiste esa “novedad”? ¿Dejamos de ser nosotros mismos, cuando recibimos el “vino nuevo” del Amor de Dios?
El “odre nuevo” que recoge el “vino nuevo” está expresado en el vestido blanco que recibimos en el Bautismo; ese vestido blanco que es la señal de que el Espíritu Santo nos ha convertido en “hijos de Dios en Cristo Nuestro Señor”.
¿Cómo podemos ayunar estando con Cristo; siendo verdaderamente “hijos de Dios en Él?
Nuestra conversión en “odres nuevos” nunca es total. En esta tierra el cristiano, por muy santo que sea, no alcanza a convertirse a Cristo en toda plenitud: las tentaciones, las insidias del diablo, nuestra fragilidad y nuestras malas inclinaciones, estarán siempre vivas hasta el final de nuestra vida terrena. El ayuno es una práctica piadosa que nos sostiene en el afán de poner siempre nuestro corazón en las cosas “de arriba”, en el Amor de Dios.
El ayuno eucarístico, ese tiempo sin alimentos que la Iglesia prescribe que vivamos antes de recibir a Cristo en la Eucaristía, es símbolo del ayuno que prepara nuestro espíritu a tener “hambre del Señor”, “hambre de Dios”,
“Como anhela la cierva las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios!” (Ps 42, 1).
Con el ayuno, el Señor nos enseña a cambiar el corazón, para que podamos entender y alimentarnos con la Verdad total, con el manantial de agua viva, que es Él mismo. Y Santa María nos ayudará a saborear ese “vino nuevo” de la vida de su Hijo, y podamos decirle, como Ella, “hágase en mi según tu palabra”.