En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en las tinieblas, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de “deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad*.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (San Juan 1,1-18).
COMENTARIO
Pocos textos tan luminosos y esenciales como este para entender a Cristo, al “discípulo amado”, a la Iglesia y al hombre. En Navidad el año ya viejo pasa el testigo de la fe al nuevo, y el testigo es a Noticia del nacimiento de Jesús, Jeshua -Yahvé salva-, el Emmanuel esperado, Dios hijo del hombre, de María y José, como uno más de nosotros, del que siguen fluyendo las mismas gracias que hace dos mil veinte años.
Nuestra liturgia de recuerdos vivos, tiene además del Verbo, dos preciosas figuras en Navidad, María y José, arropando la humilde entrada histórica del Hijo de Dios. Aunque no se les nombra en el Prólogo, ahí están, como escondidos siempre en su servicio.
A José se le nombra poco, pero su mano y su aroma se adivinan en todas las escenas de los Evangelios. Juan solo dos veces lo nombra (1,45, y 6,42), y en circunstancias de casi menosprecio, («¿de Nazaret puede salir algo bueno?»…«¿no es éste Jesús hijo de José, cuyo padre y madre conocemos?»—Como diciendo…: “este no es nadie especial. Es uno más de nosotros como su padre y madre”. ¡Ay! ¡Quien pudiera ser así!
Fue José de Nazaret, un “nadie especial”, que en realidad era: hijo de David, con-padre de Yahvé para Jesús, esposo de María, y mentor de la Iglesia por los siglos. ¡Casi nadie!
Leyendo entre líneas el sublime Prólogo, tiene un aroma claro de aquel primer hombre que recibió y entregó su vida al cuidado del Verbo de Dios encarnado. Parece hablar solo de cosas del Dios Eterno, Altísimo, Inabarcable, engendrando a su Hijo Único y creando todo lo que existe. Pero el Misterio del Hijo hecho hombre, principio y finalidad de todo, no se puede entender en la tierra sin la presencia y colaboración de María y del humilde hombre José. Cuando “puso en escena el Reino entre nosotros”, —eskenosen—, en esa expresión humana del mensaje navideño aparece la presencia del cimiento subyacente siempre de José: enseñando a hablar, a leer, a bailar y reír, a cantar entre los hombres, con la cultura de pueblo escogido, al mismo Verbo de Dios.
En la vida humana de Jesús «llena de gracia y Verdad», José fue no solo el mayor aprovechado –junto a María–, sino que la humanidad de Jesús llevaría para siempre el sello educativo del carpintero, sus formas y expresiones al hablar y moverse, sus gustos por las tradiciones y la Ley, por las personas sencillas y los pobres, por su pureza y enorme amor humano. De todas formas eran simbióticos totales los tres. La unidad de familia, no estaba «en la carne o en la sangre, o en la voluntad de hombre», como dice el Prólogo, sino en los valores del ágape de Dios que aportaba cada uno en el Espíritu Santo, al que tampoco se nombra, pero es obvio que Juan no hubiese podido ni coger la pluma sin su ayuda.
«En el principio existía el Verbo». Para José el principio de la nueva vida fue la Palabra de un ángel en sueños que se hicieron perceptibles en cuanto abrió los ojos y recibió a María, portadora en su vientre de un niño que era el mismo Dios con nosotros, el “Emmanuel”.
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y hemos visto su gloria… como Hijo único de Dios». Y en su Primera Carta, Juan es aún más expresivo: «Lo hemos visto…oído…admirado y acariciado con nuestras manos, y era el Verbo de la Vida…!» Si eso vio, escuchó y acarició el Apóstol, ¡qué no contemplaría y sentiría José que lo ayudó a nacer, lo vistió y de sus brazos lo pasó al pesebre! En principio, medio y fin del Evangelio, José es necesario para entender a Jesús en su encuadre humano.
A José lo conocemos más por patrono de la buena muerte, o del trabajo humilde, que por usuario y dueño del mejor puesto en la historia humana para contemplar la obra de Dios en plenitud. José fue el hombre más contemplativo activo de la Iglesia. No solo viendo y aprendiendo en la Reina y Madre María, sino bebiendo en la fuente misma del río de la gracia, Jesús, llamado “de Nazaret” como él, aunque ambos fuesen de Belén.
Contrasta la grandeza del Verbo en el prólogo de Juan, con la humildad del niño en un pesebre de Lucas y Mateo, pero en esencia es el mismo mensaje, la misma Verdad que «ilumina a todo hombre que viene a este mundo» del Evangelio. Antes de nacer en Belén ya «estaba en el mundo y el mundo había sido hecho por Él, pero el mundo no lo reconoció” así, disfrazado de niño pobre. Lucas nos cuenta que no hubo sitio para ellos ni en la posada de Belén, el pueblo de los suyos, el pueblo de David y de José, y cuando Juan nos dice que «vino a los suyos y los suyos no le recibieron», deja un pero colgando: «pero a los que lo recibieron…». Y es que Juan sabía de buena tinta que en ese pueblo hubo al menos dos personas, que sí lo recibieron, María y José. El mundo e Israel se portaron mal ante la generosidad desbordante de Dios. Quizás nadie se esperaba tanto en tan poco, que algo tan enorme cupiera en la figura tan pequeña de Niño desvalido, y el que no cabe en nuestra percepción del universo, estuviese como un bultico arropado entre pajas de un pesebre de animales. Menos mal que allí mismo había dos magníficos representantes del linaje humano, que habían creído la palabra de un ángel y recibido «gracia para estar ante “la Gracia”»; fuerza transformante y “poderío” dice Juan (exousía. Jn 1,12) para ser hijos de Dios en el nuevo camino de la fe en su Nombre. José lo supo bien porque él mismo le puso el nombre salvador al circuncidarlo. En la Liturgia celebraremos ese nombre mañana, pero en el que sabe pronunciarlo, ya todos los días son su hoy eterno. Haz la prueba: YESHÚA HAMAHIAJ. Es nuestra identidad cristiana por los siglos y más.