En aquel tiempo, Jesús dijo, gritando: – «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas. Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre». (Jn 12, 44-50)
1. Nos encontramos en la mitad de la cincuentena pascual y seguimos desgranando el Evangelio de Juan, que sitúa a Jesús en Jerusalén en la fiesta de la fiesta de la Dedicación del templo, con el detalle de que era invierno y en Jerusalén suele hacer frío en esa época del año. Pero el detalle mayor es que Jesús se pone a gritar para ser escuchado. Y ¿qué dice a gritos? En el fondo es como un autokerigma porque es el depositario de la salvación del mundo.
2. Quien lee entre muchas líneas el Evangelio de Juan se encuentra con una continua remisión al Padre que lo ha enviado. Da la impresión de que tiene prisa por llegar a este encuentro definitivo con el Padre, aun a sabiendas de que para ello tendrá que pasar por el cruel tormento de la cruz. Antes sudará sangre por la angustia de rechazar ese trance, pero prima cumplir la voluntad de ese Padre y se entregará a sus verdugos, que lo insultarán y se burlarán de él, lo azotarán miserablemente y lo proclamarán rey con una corona de espinas en su cabeza; le harán cargar con la cruz y en el Gólgota experimentará el inicio de su agonía al ser clavado en ella. Aún así sigue pendiente de su Padre no para pedir por sí, sino para solicitar el perdón por quienes lo crucificaban, porque “no sabían lo que hacían” (Lc 23-34).
3. El cumplimiento del plan del Padre de tomar la iniciativa de salvarnos y la mansedumbre de Jesús, llevado al matadero, deberían suscitar en nosotros la respuesta de la fe, por obra del Espíritu Santo. Si el hombre escucha esa interpelación divina, dejará de vivir en las tinieblas para adherirse a la luz de Cristo, la Luz que es Cristo mismo. Por el contrarios, quien no se deja que le quiten esas tinieblas, seguirá en sombras de muerte y no hace falta que juzguen por su torcida voluntad pues “ya tiene quien le juzgue: la Palabra” (Jn 12,48).
4. La consecuencia de todo esto es que aceptar a Jesús como eje la propia vida, de modo que esa aceptación de Jesús equivale a creer, ver, escuchar al Padre. Y ¿por qué? Porque como enseña la teología, en este punto recogido por nuestro gran místico, San juan de la Cruz: El Padre nos lo dijo todo para siempre finalmente en la plenitud del tiempo (Gál 4,4), de manera que no es posible un nuevo revelador de Dios o un nuevo complemento o añadidura porque el Hijo es infinito y Dios no tiene otra Palabra más que su Verbo encarnado.
5. Vayamos ahora al cumplimiento de esta palabra en nuestras vidas, porque “la noche está avanzada, el día está cerca” (Rom 13,12); y quienes estamos ya en esa luz no podemos poner una vela a Dios y otra al Diablo. Por ejemplo, cuando te despiertas por la mañana, ¿cuál es tu primer pensamiento?: tengo que poner la lavadora, preparar el desayuno de los niños, salir a comprar…; tengo que resolver ese asunto importante en la oficina, hablar con el jefe… ¿Y Dios? ¿Dónde está Dios para ti? Lo has pospuesto a tantos quehaceres: has apagado tu vela, porque hay otra encendida para otro. No vale poner una vela al Diablo solo unos ratitos al día: esos ratitos son de Dios que te ha amado y no debeos ignorarlo como si ya no tuviera que ver con nosotros. A él todo el día con las armas de la luz con que nos hemos revestido (ver Rom 13,12-14).