«En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo’. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador’. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”». (Lc 18,9-14)
La frágil existencia del hombre está siempre sostenida por el hilo del amor de Dios. El es el único que en verdad puede dar plenitud a nuestra vida. El ser humano solo puede encontrar el descanso en Él, nadie más puede otorgarnos paz y seguridad imperecederas.
Desde el paganismo, en la negación de Dios se intenta escenificar una realidad virtual en la que el hombre decide vivir para sí mismo. Desde la autosuficiencia, lucha desesperada e inútilmente contra la muerte, que es la verdad que, al final, le pone en el lugar que le corresponde. Este hombre ignora la vida eterna que el Señor concede a sus amigos.
Este espíritu mundano pude infiltrarse también en el cristiano si este, como el fariseo, se siente seguro y satisfecho de sí mismo y cree que la vida eterna es algo que corresponde a sus méritos, sintiéndose superior a los que no están a su altura.
En el pecado original, la vanidad y el orgullo ocupan un lugar preponderante, al igual que ocurre en el caso de este fariseo y en el mío, cuando pienso que Dios me tiene que querer porque soy bueno y cuando creo que la salvación esta pendiente de mis méritos.
El Señor acoge y cobija la humildad del publicano y resiste al orgullo del fariseo. Vemos que sin humildad es imposible llegar a Dios, tener discernimiento y gozar de los beneficios que el Señor otorga a sus hijos.
El publicano, que goza de la sabiduría de reconocerse pecador, tiene a su alcance el perdón y el amor de Dios. Le pide compasión y el Señor derrocha misericordia sobre él, porque se ha ajustado a la justicia de Dios. Se ha justificado reconociendo su debilidad y dependencia total y absoluta de Dios.
El Señor a veces permite que nos hundamos en el fango de nuestras miserias, con acontecimientos marcados por el sufrimiento y la impotencia, que la razón humana no alcanza a comprender y ante los que solo nos queda el recurso de abandonarnos a Dios, a su voluntad, confiando, por encima de nuestras fuerzas, en su amor y su providencia. Al final de este camino se encuentra la verdad.
Lo que vincula el hombre a Dios es la fe, y esta no es fruto de nuestro esfuerzo, sino que dimana, de forma gratuita, de una experiencia íntima e imborrable a la que no se puede llegar sin humildad.
La reflexión hecha con discernimiento acerca de uno mismo, de la realidad personal, es condición necesaria y suficiente para frenar al orgullo, la vanidad y la soberbia. Sin embargo, la humanidad ha alcanzado un alto desarrollo tecnológico y ha inventado toda una serie de artefactos, que en muchos casos convierten al hombre en un ser alienado, que solo pretende evadirse de una verdad que le incomoda y alejarse lo más posible de todo pensamiento trascendente.
La sabiduría se encuentra en el espíritu de ese publicano que ha descubierto la verdad sobre sí mismo y que pide misericordia a Dios, sabiendo que Él es el único que le puede dar el perdón y la vida.
El Maligno, príncipe de este mundo, engañó a nuestros primeros padres con la idea de que no necesitaban a Dios, que podían ser como Él. Desde entonces continúa intentando seducir al hombre con esa mentira que lleva a la muerte. El mundo ha caído en gran parte en esta tela de araña y el panorama puede ser desalentador, pero el cristiano no debe por esto de caer en el desánimo o el pesimismo, sino que tiene que servirle de acicate y estímulo, porque el Señor cuenta con cada uno de sus discípulos para librar este combate. La Iglesia es depositaria de armas suficientes para no ser derrotados, para que la sal no se vuelva sosa. La Cuaresma es un tiempo privilegiado para esto. La resurrección de Jesucristo asegura la victoria, siempre que sigamos su estela.
Hoy el cristiano es perseguido en muchas partes del mundo, numerosas veces es humillado de mil maneras diferentes y en no pocas ocasiones hasta la muerte, Jesucristo ha revelado que el que se humille será ensalzado. Y este enaltecimiento no es el que da el mundo, a base de medallitas y premios perecederos, sino que le sitúa en la plenitud de sentirte cerca de Dios.
Aprovechemos este tiempo litúrgico como fuente de gracias que nos sirven para alcanzar esta verdad.
Hermenegildo Sevilla Garrido