En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se acercó un personaje que se arrodilló ante él y le dijo: “Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza y vivirá”. Jesús lo siguió con sus discípulos. Entretanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía 12 años se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto, pensando que con sólo tocarle el manto se curaría. Jesús se volvió y, al verla, le dijo: “¡Ánimo hija! Tu fe te ha curado”. Y en aquel momento quedó curada la mujer. Jesús llegó a casa del personaje y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: “¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida”. Se reían de él. Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano y ella se puso en pie. La noticia se divulgó por toda aquella comarca. (Mt. 9,18-26)
Lo primero que llama la atención en este pasaje del Evangelio es la firmeza y la sencillez de la fe de los dos personajes que se acercan a Jesucristo. El primero, que al llegar se arrodilla ante el Maestro, con su humilde actitud hace patente el poder del Señor, la confianza que deposita en él, la seguridad de que puede atender su inverosímil petición: la de resucitar a su hija. Mientras la niña vivió, por enferma que estuviera, el padre no creyó necesario pedir ayuda al Señor; pero en cuanto acababa de morir, raudo, acude al Señor en quien confía plenamente.
Jesús, que estaba hablando a la gente, no le hace esperar: le siguió con sus discípulos.
La mujer, que padecía una insidiosa enfermedad desde hacía 12 años, llega al extremo de pensar que con sólo tocar la orla de su vestido quedará curada; como así la sucedió por la magnitud de su fe.
En contraste con estas actitudes, los flautistas y demás personajes alborotando en la casa de la fallecida, viven el acontecimiento con superficialidad, movidos por el morbo, con el deseo de ser vistos, de quedar bien ante la familia, de cumplir; pero sin ningún sentimiento de verdadera piedad, sin esperanza alguna ni confianza en ningún tipo de trascendencia. Si Jesucristo no los hubiera echado de allí habrían asistido al milagro como a un espectáculo cualquiera. No estaban en condiciones de penetrar la verdadera finalidad de este acontecimiento extraordinario que, con su manifiesta autoridad, iba a realizar el Señor: la demostración del valor de su doctrina, respaldada por un acto que únicamente podría realizar Dios.
Por eso, ante la afirmación de Jesús: “La niña no está muerta, está dormida”, ellos, en su estúpida superficialidad, no encuentran mejor forma de reaccionar que la de reírse de él.
En nosotros, hombres civilizados del siglo XXI, es más frecuente caer en posturas similares a las de los superficiales burlones que en adoptar actitudes profundas, serias, esperanzadas, de verdadera fe ante los adversos acontecimientos que se nos presentan a lo largo de la vida.
Ciertamente, es imposible tener fe si no es concedida por Dios; pero también es cierto que este impresionante don no puede ser concedido a cualquiera que no lo desee con verdadero interés y sincero corazón. Dios, que nos ha hecho libres, no fuerza la voluntad de ningún hombre.
Acostumbramos a caminar por la vida, engreídos, altivos, como si todo dependiese de nosotros y, por tanto, sin recurrir a un Dios en el que cada día son menos los que creen en él. Mientras hay juventud, salud y las cosas nos van razonablemente bien nos reafirmamos en esa equivocada forma de vivir; pero cuando, inexorablemente, se presentan los adversos golpes de fortuna, la enfermedad, la vejez y la muerte, la situación cambia radicalmente ante la falta de respuestas a muchas preguntas, si, mediante la fe, no se está sólidamente anclado en Cristo.
Para evitar una gran parte del sufrimiento a que conducen las posturas equivocadas ante la vida, es recomendable una reflexión seria, desde la oración hecha con verdadero espíritu de humildad, a fin de lograr un discernimiento que enfoque nuestros pensamientos y actitudes hacia Cristo que es el camino, la verdad y la vida; y que para todos los hombres logró el perdón de sus pecados mediante su pasión, muerte y resurrección.
De cada uno de nosotros depende el aceptar la gratuita y generosa oferta que nos hace Jesucristo y, así, acceder a una Vida eternamente feliz, o, por el contrario, rechazar el ofrecimiento y apartarnos de Dios para siempre.