«Y volvieron a preguntarle: «¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo». Jesús respondió: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da Vida al mundo». Ellos le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan». Jesús les respondió: «Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”». (Jn 6, 30-35)
No bastaba ya la multiplicación de los panes… Así pues, juzgaron que era necesario que mostrase un signo proporcionado a sus demandas: ¿Qué señal o milagro haces «para que creamos en ti»? En seguida hacen referencia al pan del cielo que sus antepasados comieron a lo largo de cuarenta años en el desierto. ¿Podía Él superar aquel milagro, de modo que pudiesen aceptar que Él era más que Moisés, más que cualquier otro profeta, para “creer en Él”?
Como respuesta el Señor les ofrece un signo muy superior a una repetición del milagro del maná, les ofrece un alimento de otro tipo, les ofrece el «verdadero pan del Cielo» que Dios da «para la vida del mundo».
Ante el pedido explícito de los oyentes de que les dé siempre ese pan, el Señor no hace sino revelarse a sí mismo como ese misterioso Pan afirmando solemnemente: «Yo soy el pan de vida». Y añade: «El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed».
En adelante, Jesús explica a los presentes que si el maná era el signo que Dios había dado al pueblo hambriento de Israel en medio del desierto, signo de su amor y providencia constante, este no era sino el anticipo y figura de otro “Pan” que superaría ampliamente al primero, pan que será fuerza para el pueblo que camina en medio de las pruebas y dificultades de la vida, pan que nutre y sustentará al creyente, pan que lo hará ya partícipe de la vida eterna: «el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía, “el verdadero Pan del Cielo”» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1094). Este Pan es Cristo mismo, Dios que ante el sufrimiento del pueblo, ante las pruebas, ante las dificultades de la vida cotidiana, no deja de recordarle: «yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
¡Cuánto protestamos contra el Cielo cuando no podemos comprender, especialmente cuando el dolor, la angustia o desesperanza invaden nuestros corazones! ¿Por qué, si somos hijos de un Dios amoroso, omnipotente y todopoderoso, Él permite situaciones tan terribles e insufribles? Y es que cuando el sufrimiento, ya sea físico, moral, psicológico o espiritual se hace insoportable, cuando “no hay nada que comer” y la vida se convierte en un luchar cada día simplemente para sobrevivir, cuando la difícil situación económica o graves problemas no hacen sino inducir a la extrema desesperanza, o cuando en medio de alguna incurable enfermedad y sin poder evadir la agonía se espera ya solamente la muerte, ¿quién no se siente con el “derecho” a protestar contra Dios clamando: “por qué me has abandonado”? “Si eres un Padre amoroso, ¿por qué nos tratas así? ¿Por qué permites que el mal y la injusticia me golpeen, golpeen a mi familia, a mis seres queridos, al niño inocente? ¿Por qué callas? ¿Por qué no actúas?” Y si es cierto que Él nos ha dado la existencia, que para muchos se vuelve no solo un desierto baldío sino incluso un infierno, ¿por qué no pedir un signo para poder aferrarse a Él y tener en Dios una esperanza cierta? ¿«Qué señal haces para que viéndola creamos en ti»? (Jn 6,30) “¿Por qué no actúas, para poder confiar en ti y tener la seguridad de que nos amas?”
Frente a la actitud rebelde del hombre, sea la del pueblo de Israel o sea la de cada uno de nosotros, frente a esa constante necedad por la que quiere responsabilizar a Dios de toda miseria que oprime al hombre, Dios definitivamente se ha inclinado «hacia el hombre y todo lo que el hombre —de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos— llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre. El hecho de que Cristo “ha resucitado al tercer día” constituye el signo final… que corona la entera revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal» (S.S. Juan Pablo II, Dives in misericordia, 8).
Quienes creemos en Dios y creemos en Jesús, hemos de estar convencidos de que el maná del desierto prefiguraba “el verdadero Pan del Cielo”, que es Cristo, que es Cristo en la Eucaristía. En la Eucaristía se realiza aquello que el Señor reveló y prometió solemnemente: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51).
¿Podrá haber un mayor signo del amor de Dios para con nosotros que este “Pan bajado del cielo” que se nos da como comida mientras avanzamos al encuentro pleno con Él? Este es el verdadero Pan del Cielo, que al ser partido en el Altar de la Cruz se multiplica con tanta abundancia que día a día alimenta en su peregrinar a la inmensa multitud de los miembros del Pueblo de Dios. Ante un amor tan insólito, cómo no exclamar también nosotros con profunda admiración y sobrecogimiento: “¿Qué es esto?” ¿Puede haber un amor más grande que el de Dios nuestro Padre, quien luego de entregarnos a su Hijo amado en el Altar de la Cruz, nos lo sigue entregando en el Banquete de la Eucaristía como alimento de vida eterna?
Manuel Ortuño