El 26 de diciembre de 1926, Rabindranath Tagore —hindú de raza y de religión, Premio Nobel de Literatura en 1913— pronunció en la ciudad de Shantiniketan (India) uno de sus discursos sobre Jesucristo: “Lo divino en las cosas humanas”. Entre otras cosas, el escritor afirmaba: “Cristo dijo: En mí se revela el Padre”.
En la India también se ha oído esta palabra, pero hasta que no supere los confines de la Escritura y logre entrar en el campo de la vida, seguirá siendo estéril. Cuanto más la anuncian los hombres con grandes discursos pero sin ponerla en práctica, tanto más la deshonran de manera espectacular. Desgraciadamente es lo que está haciendo la sociedad cristiana en muchos casos. Con la boca dice: “¡Señor!”, pero con los hechos lo niega. El precio de las palabras verdaderas se tiene que pagar con hechos verdaderos.
Nuestras vidas pueden ocultar el verdadero rostro de Dios, como recuerda el Concilio Vaticano II (GS, 19): “En esta génesis del ateísmo puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña, en cuanto que, por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo”.
No podemos olvidar que la fe cristiana no es real hasta que se encarna en la vida diaria de quienes la asumimos libremente. Una tarea apasionante, sin duda, porque los cristianos creemos firmemente que Jesús de Nazaret es Dios encarnado y hecho hombre como cualquiera de nosotros. Pretender imitarlo y seguirlo sin que los valores humanos se reflejen en nuestras vidas sería, cuanto menos, un desconocimiento de algo muy básico en el cristianismo; y no pocas veces, ocasión de que otras personas no se acerquen al Dios verdadero si somos el único cauce que tienen para conocerlo.
Quizá por eso, el mismo Tagore escribía en una carta abierta: “Si vosotros, cristianos, fuerais como Cristo, la India entera estaría a vuestros pies… Maestro Jesús, no hay lugar para ti en Europa. Ven, sienta plaza entre nosotros, en Asia, en el país de Buda. Están abatidos de tristeza nuestros corazones, y tu llegada los aliviará”.
Al escritor indio el conocimiento directo de Jesús a través de la lectura del Nuevo Testamento, le fascinó; la vida de las personas y las sociedades cristianas que tuvo a su alcance, parece que le desconcertaron.
belleza, bien y verdad
La tarea de quienes conocen y aman a Jesucristo es irradiar la belleza de Dios a su alrededor. En un mundo que es una muchedumbre de soledades, los cristianos tenemos un tesoro que es para todos y que no lo podemos ocultar: “Si se quiere que el testimonio de los cristianos influya también en la sociedad actual, debe alimentarse de belleza para que se convierta en elocuente transparencia de la belleza del amor de Dios”. Así concluía Juan Pablo II un breve discurso en el que fijó su atención en la Belleza como “itinerario privilegiado para el encuentro entre la fe cristiana y las culturas de nuestro tiempo, y como instrumento valioso para la formación de las generaciones jóvenes”.
Previamente el querido Papa había recordado cómo “para que la belleza brille en todo su esplendor, debe estar unida a la bondad y a la santidad de vida, es decir, es necesario hacer que resplandezca en el mundo, a través de la santidad de sus hijos, el rostro luminoso de Dios bueno, admirable y justo” (Discurso del 9-XI-2004). No parece que se trate de dar explicaciones, sino más bien de ser testigos y dar testimonio.
“El triunfo de la Belleza en un mundo vacío y sin rostro”. Un mundo tantas veces impersonal, donde la comunicación apenas existe porque cada uno va a lo suyo. Donde el rostro se oculta bajo la máscara que maquilla convenientemente la realidad. A veces puede ser tan sórdido como el patio de una cárcel en el que pasean los presos. Sólo les une haber sido condenados y no tener más horizontes que los muros de la prisión. A lo más se logran unir en grupos, a veces los unos contra los otros. Y siempre les une el afán de sobrevivir. En todo caso, nada profundo, salvo la desgracia que corroe sus existencias.
¡me has curado, me has hecho revivir!
Pero incluso en un mundo así se puede recuperar la ilusión de vivir si, en un golpe de audacia, se ponen en contacto con la Belleza. Recordamos quizá la película de Tim Robbins que lleva por título “Cadena perpetua”, en la escena donde uno de los presos se empeña —y logra— transmitir por los altavoces de la cárcel un aria de Mozart. Cuando el sonido sale por los altavoces, es capaz de transformar el patio de la prisión en un espacio abierto de libertad, porque la Belleza trasciende los muros y los lleva más allá de la desgracia, hace desaparecer las paredes altas y las rejas, y hace resonar los resortes más nobles y hermosos de quienes los demás consideran “desecho” de la sociedad.
Todo lo anterior viene a cuento de la formación cristiana para lograr que cualquier tarea evangelizadora y apostólica se muestre con la fascinación que les otorga la fuente de donde proceden. El resultado no puede ser una pesadez poco atrayente, porque estaríamos escamoteando lo mejor de lo que deseamos ofrecer; y entonces aparecería tan sólo la exigencia descarnada, al perder la conexión con su origen.
Existe una experiencia universal de que el bien, la verdad y la belleza —con mayúscula o con minúscula— son lo más aceptable que existe, porque son lo más opuesto a lo insoportable, a la pesadez y a la gravedad fastidiosas, a la mediocridad ambiental. Por tanto, si se consigue mostrar la fe tal como es, aparecerá con toda su fuerza seductora; no con la seducción de lo efímero, sino con la seducción de Amor que Dios nos tiene.
En definitiva, se trata de expresar la fe en los términos culturales vigentes, como es lógico sin traicionarla en esa tarea de “traducción” que es la inculturación. Si es preciso, “creando”, con la vida y la palabra, el lenguaje que permita hacerlo en toda su grandeza. Una actitud que exige “saber idiomas”, conocer bien los nuevos lenguajes —de los medios, de la moda, de la publicidad etc. — y entrar en diálogo con esos mundos, porque si no, se vaciarán de valores cristianos. Y como, en cualquier caso, van a seguir influyendo, sólo repartirán el vacío de Dios a su alrededor.
Quizá estas consideraciones merezcan ser tenidas en cuenta con más frecuencia. Todas las personas buenas y honradas apostarían sin dudarlo por construir un mundo más humano y más justo. En ese grupo estamos los cristianos, y también tanta gente que no conoce a Jesucristo. Se trata de que cada cual aporte lo mejor de sí mismo. No es un problema de eficacia, sino de fidelidad. No es una cuestión de adjetivos, sino de actitudes esenciales que configuran a la persona y le confiere un modo de ser que, a través de sus acciones, impregna toda la realidad desde dentro.
Una parte importante de esta tarea se desarrollará en el ámbito intelectual, sin duda. Pero los planteamientos intelectuales han de ser corroborados por la existencia de cada una y cada uno. No es posible construir de manera artificial. La recristianización del mundo y de la cultura, de todas las tareas humanas, no es una tarea que se pueda realizar poniendo el adjetivo cristiano a todo cuanto se haga; es una tarea sustantiva. Tienen que ser nuestras vidas comprometidas con la verdad de Cristo las que arrastren a los demás. Los adjetivos acaban por ser inútiles, dejan la tarea a un nivel muy superficial y acaban por desgastar el nombre de cristiano, de paso que corremos el riesgo de tranquilizar así nuestra conciencia.
invitados a compartir la felicidad de Dios
No se trata de hacer cosas cristianas, sino de ser cristianos. Como escuché hace pocos años a un conocido profesor —rector por entonces de la Universidad Católica de Chile—, “sólo los extraños fabrican biombos chinos, porque los chinos se limitan, sin más, a fabricar biombos; y les salen chinos, porque son chinos”. Un planteamiento importante a la hora de plantearse que el mundo en que vivimos sea cristiano, si no queremos correr el riego de construir un gueto cultural, donde tantas veces “cualquier tiempo pasado fue mejor”, una afirmación ésta que, por otra parte, desmonta la propia experiencia: en nuestras vidas concretas, las que sean, pues sabemos que lo mejor está por venir. Por eso no nos conformamos con lo que hay; aspiramos a más, somos conscientes de que no hemos llegado a la plenitud.
El cristiano vivifica la sociedad, sin imponer nada, ofreciendo lo que tiene: su vida. No dando explicaciones ni grandes discursos, sino con su existencia diaria. Por eso, propiamente hablando, no es posible construir una cultura o una sociedad cristianas. Sólo los edificios se construyen; la vida se engendra. Además, los edificios hay que decorarlos después, en un intento de que tengan vida, y toda decoración tiene detrás una idea previa. Esto no tiene importancia si se trata de muebles, pero es distinto si se trata de la revelación cristiana, pues supone un riesgo real de convertirla en ideología.
La vida que se engendra, por el contrario, se desarrolla y crece —con los cuidados oportunos— en toda su belleza y potencialidad. Por lo tanto, son las acciones libérrimas, multiformes y plurales del cristiano coherente las que acaban por cristianizar el mundo, porque brotan espontáneamente con la espontaneidad de la virtud y de la vida vivida, fruto del empeño por encarnar los ideales de Cristo en la propia existencia. Y se difunden en el entorno, logran penetrar en lo más hondo de la conciencia del interlocutor haga lo que haga. Porque “los chinos, simplemente hacen biombos; y como son chinos, les salen chinos”
Si no, es tarea inútil. Puede ser eficaz y posiblemente brillante a corto plazo; pero contraproducente a medio y largo, porque las vidas que no se empeñan en ajustarse ilusionadamente al ideal que “predican”, acaban por convertir ese ideal, ante los ojos de los demás, en materia que corroe.
Juan Pablo II afirmaba (Discurso del 16-I-82) que “una fe que no se hace cultura, es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”. Ahí está la clave. Efectivamente, para un cristiano, la tarea de construir un mundo más humano y más justo exige acoger, pensar y vivir la fe. La cultura que se hace artificialmente tiene luego que ser protegida por el poder para que no desaparezca, porque nace ya sin vida.
La cultura la configuran las personas con sus vidas y la transmiten en cada uno de sus actos, generando un ambiente con tonalidades que brotan de su personalidad. Basta echar un vistazo a la Historia para comprobar cómo una sola persona puede cambiar el rumbo de una sociedad entregando su vida con toda su riqueza. Así han brotado también todas las tareas evangelizadoras.