Me impresiona la rapidez. El tiempo no es pasado ni es futuro. En su caso fue y será. Si es, es siempre presente. Los autores espirituales suelen advertir la importancia de vivir el presente, porque es ahí donde uno se juega su realidad. Podremos lamentarnos del polvo o soñar con las estrellas, recluirnos en cavernas nostálgicas o vivir en cápsulas de luz…; el pasado nos condiciona, y el futuro nos alienta, pero solo el presente se vive.
Y aquí radica todo: en la actualidad. Actualidad no periodística, que automáticamente degenera en fresco pasado, sino actualidad del ser, de lo que se es, plataforma de un futuro con vocación a su vez de presente. El Idealismo filosófico permite la ficción de vivir mentalmente donde se quiera, en la atemporalidad quizás. En cambio, el Realismo da carne a la idea dándole presencia, autenticidad… vida de presente.
El presente, que podemos llamar histórico o temporal, se consume a sí mismo, es amapola que dura menos que un instante, sostenido por dos láminas, pasado y futuro, que se juntan y lo elevan a la categoría de lo real. Vive y se alimenta así, devorando inmediatos pasados y albos futuros a una velocidad instantánea y simultánea, si se me permite la expresión. Se hace viejo en un segundo y al mismo tiempo tierno infante, recién nacido. Tiene algo de maravilloso esta dinámica presencial. Ser pleno y ser presente son expresiones y realidades identificables, dos caras de una misma moneda. La eternidad sería la fijación viva y dinámica de ese presente.
el ser es patrimonio del presente
Tales de Mileto (624-546 a.C.) afirmaba que el tiempo es la máxima sabiduría. Hay que aprender a vivir este presente volátil en nuestra propia historia para gozar un día de esa Eternidad que nos espera. La clave de la eternidad del mañana es el presente de hoy. Son los actos los que nos llevan al Cielo, no las ideas ni los sueños. “No todo el que dice Señor, Señor entrará en el reino de los Cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre que está en los Cielos” (Mt 7,21). Pero los actos o son actuales o no son actos. Es importante saber reconocer lo que esconde esta aparente tautología: los actos son, es decir, solo viven en presente, de lo contrario no son actos sino recuerdos de actos o proyección de los mismos. El ser pleno vive en acto o no es ser. La Redención es actual como el amor es presencial. La Redención se realiza en el tiempo, pero si fuera puramente histórica sería trasunto del pasado y por tanto no redención eficaz. La Eucaristía dejaría de ser acto y actualización del Sacrificio de Cristo, dejaría de ser presencia y por tanto dejaría de ser amor.
El odio es el deterioro del presente, el asesino de lo actual, la podredumbre del amor, la trampa de la vida, la asfixia de la luz. El rencor, expresión extrema del desamor, es decididamente inactual, es una salida del corral del ser. Desgraciadamente son corrientes en nuestro mundo las guerras internacionales, las luchas étnicas, los combates matrimoniales, las peleas fraticidas, las riñas ambientales, las rivalidades laborales…; pero no son actuales, a pesar de su cotidianidad. Es decir, no son actuales porque se desmarcan del ser y este es patrimonio del presente, del acto pleno. El mal —dice la sana tradición— es más un no ser que una entidad, es decir, no es acto, no es actual. En cambio, el bien, el amor es ser y si es, es, es decir, es presente eterno, es eternidad. Se entiende bien que Dios sea, y que sea amor y que sea eterno.
Con todo, nunca ha sido fácil conjugar el amor presente y el amor eterno, el presente histórico y el eterno. Sin alarde de precisión teológica, cabría decir que la gracia opera como nexo, como bisagra entre esta vida y la venidera: “El agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14)
Solo el amor mantiene vivo el presente por su esencial vocación de presencia y de actualidad. Esto es el Cielo: amor actual, amor presencial, que no se gasta con el tiempo porque este ya no relucirá. Ese presente eterno de amor, ese domingo sin ocaso, estará sostenido y elevado no ya por inmediatos pasados y futuros sino por las manos de Dios, por su Verbo y su Espíritu. Zarza ardiendo que consume amor sin consumirse. Este presente de amor tiene tanta fuerza que viene a ser atemporal…, es ya eternidad. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6,54). “El Reino de Dios está en vosotros” (Lc 17,20-21)
Dios, trinidad de amor a imitar
Entramos así en la formidable relación “presente, presencia y amor”, tres ingredientes de una misma sustancia. Podemos afirmar libremente que el Padre es fuente de ser, hontanar, Persona fontal de la Trinidad. El Hijo es Presencia, Acampada en Israel, Encarnación, Delicia entre los hijos de los hombres, es Belén, Calvario, Tabor y Tabernáculo. El Espíritu Santo es el Amor de la Iglesia.
Notemos bien el nexo trinitario como paradigma de todo amor. El presente (correctamente vivido) nos lleva a la presencia y la presencia es ya amor, como afirma San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios. Aunque uno esté saturado de flechas resultará invencible, porque su presente es ya eternidad, vive en amor perpetuo. “Si un ejército acampa contra mí me siento tranquilo” (Salmo 27). El presente histórico vivido como forma de amor (no hay otro modo correcto de vivirlo) me abre la puerta al presente eterno o divino, que es la Gloria.
Sí, repitamos la nana una y otra vez hasta dormirnos: presente-presencia-amor, presente-presencia-amor… “Es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, Dios lo da sus amigos mientras duermen” (Salmo 126). Esta tríada nos permite acercarnos, a modo de ensayo teológico, no solo al misterio trinitario sino a la realidad esponsal de Cristo y su Iglesia, de la persona y Dios. Sería interesante releer el Cantar de los cantares desde este triple ángulo. Daría para un libro entero. El amor de la esposa pide una presencia de presente y un presente que es amor. San Juan de la Cruz, en sus altas soledades, bien lo entendió:
Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura. (Cántico espiritual B,7)el silencio tiene sonido
Entramos de la mano de la Mística en casa de las dos hermanas (ver Lc 10,38-42). Marta está furiosa de actividad propia y por la inactividad de su hermana María. Aquella es devorada por el tiempo. Esta lo para. No otra cosa es oración que subir a la eternidad. Parar el tiempo es concentrar el amor; y resulta esto más rentable que llenarlo de actividad febril. Pero la Modernidad o el común sentir de nuestros días se ha incapacitado para percibir el latido del ritmo de Dios. El tiempo es la gestión del amor, el espacio dado para edificar la caridad; ese es su sentido más hondo.
Los claustros de nuestros monasterios son espacios de amor, paraísos de ángeles. El monje cartujo, para quien no existe un antes ni un después, no es entendido por las mentalidades terrenas que solo piensan en el aquí y en el ahora, y consideran la estética como un amaneramiento del intelecto y la oración como un absurdo escapatorio. Los antiguos pensadores y los místicos oían el silencio. Pero el silencio ya no se oye. Y es porque el presente ya no se vive; se acelera, se apresura… se rompe, y el amor cae.
A veces imagino lo que el Señor le estaría diciendo a María: Vanidad de vanidades, todo es vanidad Todos los ríos van al mar Y el mar no se llena (Ecl 1,2.7a)
A veces el que trabaja mucho no está, no es presencia, no es presente de amor, es temporalidad caduca, daño para el hogar. El trabajo es amor cuando el amor es trabajo, cuando no queda atrapado en sí mismo. Es conveniente repasar en este punto la Contemplación para alcanzar amor de los Ejercicios de San Ignacio. Entre tuercas, grasa y velocidad se debate la felicidad de muchos.
la aceleración de la vida moderna
El mundo antiguo y medieval es calma esencial interrumpida por el odio bélico. Los filósofos de la antigüedad y los teólogos del Medievo se alimentaban de sosiego, de orden, de equilibrio. La prisa se consideraba como desequilibrio del amor, como fallo de la paz, como distanciamiento de la vida eterna. Habría que recuperar esa dimensión filosófica y bíblica de la vida que nos ayuda a relativizar y poner en su sitio lo absoluto.
El hombre contemporáneo se alimenta de prisa, de ansiedad, de máximo rendimiento profesional. Comprende poco la meditación, la vida de ocio, la contemplación de las verdades últimas. Vive sumergido en un mundo virtual de colores, amenazado por un simple pinchazo mortal. La rapidez, tan divertida y tan útil en muchos casos, se estrella contra los muros de un presente eterno. Y esto hay que entenderlo si se quiere adquirir sabiduría. Queremos abreviar el tiempo para ganarlo, pero no comprendiendo que, si nos descuidamos, podemos perder la perspectiva de la eternidad.
Es frecuente en nuestros días oír frases que ya son célebres: “no tengo tiempo”, “no tengo tiempo para nada”, “lo siento no puedo”…; el viejo “vuelva usted mañana” de Larra. Funcionarios atados a la tierra, cosmonautas de la nada. El “no tengo tiempo” actual (que es inactual) es querer decir en la mayoría de los casos “no quiero amar, lo siento”. Son frases canjeables.
El amor lleva a la eternidad. El odio, a la tierra; desinstala de la verdad, mancha de tiempo terrestre, de mundanidad. El secreto es una extraña fórmula: Vivir en el mundo sin ser del mundo (ver Jn 17,15-16). Vivir en la historia llevando dentro Vida eterna. Ser bilbaíno o romano y tener la ciudadanía en el Cielo (ver Flp 3,20). Ser responsables no es estar preocupados sino ser presentes, manifestar presencia y dar amor.
Dios se define como: “Yo soy el que soy” (Éx 3,14). El es capaz de unir las ansias del amor con la calma de la paz. Dios es amor y si es, es presente, es eternidad. El panteísmo hegeliano habla con frecuencia del devenir del ser, que se va desplegando para ir conquistando entidad. El Dios bíblico no se despliega para ser, se comunica por amor. Eternidad de Dios, ese sosegado concepto, esa realidad divina que se resiste a ser fugaz.
Habría que penetrar anchos volúmenes de Filosofía y Teología de la Historia para vivir la altísima responsabilidad a la que somos llamados cada segundo. Bueno sería el dialogar con Eusebio de Cesarea, San Agustín, Bossuet, Balmes, Heidegger, von Balthasar…, entrar en las profundidades del tiempo y entenderlo desde la presencia y el amor. Es conocida la insistencia de don Miguel de Unamuno en lo permanente, en la búsqueda de algún modo subsistencia temporal y transmundano: “procuremos más ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado”. Amemos nosotros la eternidad para que no se nos escape nunca el amor. Hagamos oración para vivir con auténtica sabiduría.
Francisco Lerdo de Tejada
Capellán de la Universidad CEU San Pablo-Montepríncipe