«El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.
«También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra (San Mateo 13, 44-46).
COMENTARIO
Para descubrir el valor del Reino: tesoro o perla, hace falta sabiduría; discernimiento entre lo que se nos ofrece y lo que podemos ofrecer para conseguirlo. Se nos ofrece oro y eternidad, a cambio de un poco de tiempo y polvo de la tierra. Cualquier precio sería, no obstante, insignificante para adquirir el Reino. Lo que se nos propone es, por tanto, la compra del campo que lo contiene, porque el valor del Reino es infinito para quien lo descubre. A cambio, se nos pide, solamente en prenda, como garantía o como aval, apenas lo que poseemos en bienes, tiempo o dedicación, o dicho de otra forma la propia vida, que debe ponerse a su servicio sin límite alguno, hasta el punto de negársela a sí mismo según nos sea solicitado. Ya lo decía la Escritura desde antiguo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Haz esto y vivirás”.
El llamado joven rico calculó erróneamente, pensando que sus bienes tenían más valor que la vida eterna del Reino, y no compensaba su compra. Era rico en bienes, pero pobre en sabiduría y discernimiento, y no pudo valorar el tesoro escondido en la carne de Cristo, ni siquiera viendo los destellos de su palabra y de sus obras.
Lamentablemente el discernimiento y la sabiduría, no se venden, ni los prestan los bancos, y en cambio, están relacionados con la pureza del corazón que obra un amor que madura, y ambos pueden recibirse gratuitamente acudiendo a Cristo, que generosamente se ha entregado a la muerte para obtenerlos para nosotros.