«En aquel tiempo, determinó Jesús salir para Galilea; encuentra a Felipe y le dice: “Sígueme”. Felipe era de Betsaida, ciudad de Andrés y de Pedro. Felipe encuentra a Natanael y le dice: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret”. Natanael le replicó: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”. Felipe le contestó: “Ven y verás”. Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: “Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño”. Natanael le contesta: “¿De qué me conoces?”. Jesús le responde: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi”. Natanael respondió: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”. Jesús le contestó: “¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores”. Y le añadió: “Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”. (Jn 1,43-51)
La pregunta de Natanael bien pudiera ser la que se hace una gran parte de la sociedad, incluso de miembros “oficialmente” católicos: ¿De la Iglesia puede salir algo bueno? Es una pregunta legítima que necesita una respuesta. La de Felipe fue lacónica, breve y, al mismo tiempo, radical y completa: “Ven y verás”. ¿Dónde nos encontramos nosotros frente a los que “vengan y vean” cómo es nuestra vida?
Natanael comete un error de juicio, que también cometemos nosotros: reconoce ciertamente a Jesús como el Hijo de Dios, pero lo reconoce como un Rey de Israel. Natanael se une al grupo con la idea de formar parte del clan triunfador, de estar con el poder, con el ganador, con el que manda; tal vez piense que arrimado a un buen árbol, gozará de una buena sombra. Trabajo le costará a Jesús meter en las rudas cabezas de los llamados, que el verdadero poder, la fuerza del Reino, está en el servicio y el amor.
Si salimos a la calle y las gentes nos preguntan por nuestra fe, por las obras de nuestra Iglesia y “vienen y ven”, ¿qué van a encontrar? Es posible que vean nuestra cara fea, la de arrimados al poder que creemos nos da el ser “amigos” cumplidores de las leyes del Señor, pero puede que no encuentren una vida de caridad y amor fraterno. En unos tiempos difíciles como los que estamos viviendo, ¿somos capaces de compartir nuestros bienes, o los atesoramos, tal vez con la “santa” idea de dedicarlos a un bien mejor?
Jesús nos conoce; Él ve nuestras entradas y salidas. Él nos enseñó el camino; a nosotros corresponde recorrerlo haciendo el bien, de forma que quien venga y vea, pueda encontrar el rostro amable y amoroso de Dios en nosotros y, a través de nosotros, en la Iglesia.
Estamos acabando las fiestas navideñas en las que la ternura, la compasión y la caridad parecen cobrar fuerza y están más presentes en el corazón de los hombres. Pidamos a Dios que acentúe estos sentimientos y los mantenga vivos en el tiempo. Esta noche de Reyes en la que la ilusión de tantos y tantos niños se verá trucada por la pobreza y la falta de amor…, debería poner en marcha el motor de hacer el bien que la Iglesia —que nosotros— hemos recibido y, lamentablemente, está un poco frío…
Manuel Ortuño