Nos pasamos la vida buscando claves para sufrir menos y encontrar esas felicidades añoradas que se nos escapan a cada instante. En esa búsqueda perdemos de vista la clave definitiva y última, sustento de nuestro vivir y quehacer. En el Génesis se nos narra este deseo enorme de Dios por comunicar su felicidad, dando ser y regalándola a raudales. Todo para el hombre y el hombre para Dios. Todo estaba bien. Y lo estaba hasta que lo pequeño y personal se hizo cerrazón y ofensiva contra Dios.
Sin rodeos: “Amar en Dios, con Dios, por Dios y para Dios”. Aquí está todo, el secreto preterido y perdido por las masas. Este era el secreto y lo sigue siendo, magullado ya por la soberbia del género humano. Estas características o notas del amor (en, por, para) se han querido entender con frecuencia de un modo limitado, no teniendo en cuenta la significación principal.
Se comprendían de dos maneras: como purificación y como calidad apostólica. Amar había que hacerlo con unos determinados límites que impidieran todo desorden. Constantemente la persona quedaba autocorregida en su gestión de amor: “recuerda que es en Dios, por Dios y para Dios. Salirte de estos modos es desordenarte o pecar”. La frase operaba a modo de corrección y purificación constante del propio amor. Todo lo que no fuera un amor así, por Él, en Él y para Él, era desorden en sí mismo. Era la frase maestra, ordenadora de mis quereres, la realidad que impedía a cada paso desvíos que me apegaran a la tierra en detrimento del Cielo.
El otro modo de entenderlo era similar al primero. Yo solo amo para llevar almas a Dios, sin descansar en la criatura. La amistad había de estar referida en último término a Dios. Había que aplicar el amor al prójimo como un ascensor que lleva a las divinas nubes, al paraíso de allá arriba. El amor para un cristiano tenía que ser apostólico. “Te amo para que vayas a Dios”. Puro desinterés apostólico que me hacía vivirme como neutral transmisor de los intereses de Dios. Se hacía tal vez una lectura demasiado ascética del “siervos inútiles somos” (Lc 17,10), cumplidores autómatas de un deber.
¿Qué decir de estos dos aspectos del amar en Dios, por Dios y para Dios? Que siguen siendo absolutamente verdaderos. Verdaderos pero no plenos aún. Pienso que falta un tercer modo, no tan espiritualmente funcional, diríamos, o pragmático. Es el enfoque decisivo: amar a Dios, en Él, por Él y para Él, no ya como algo purificador o apostólico solamente, sino como plenitud, como Felicidad sin más.
la Felicidad es la caridad
Tratemos de entrar un poco en este misterio. La caridad es el amor con que Dios se ama y ama. La caridad en el hombre es ese mismo amor que Dios le comunica. Este amor de caridad permanece en el Cielo. Pero en el Cielo no habrá ya purificación ni vida apostólica. El apostolado habrá acabado. Entonces, ¿qué nos queda de este amor? La plenitud, el amor como plenitud no funcional. Allí no habrá que purificarse constantemente ni convertir infieles en creyentes. Allí es el paraíso de la Felicidad. Allí es el “Yo soy el que soy” (Ex 3,14).
Solo hay felicidad en este amor maravilloso de Dios. Los dos modos, catártico y apostólico, habrán pasado para dar paso al “en Dios, por Dios y para Dios” como plenitud de Felicidad y solo Felicidad. La cuestión está en tratar de entender ese amor como plenitud “inútil”, pleno y fabuloso.
La maniobra pues queda de la siguiente manera: Eso que viviremos en el Cielo tratar de vivirlo ya aquí, en compañía de los otros dos modos amorosos de la caridad —la catarsis y la vida apostólica—. La caridad me limpia y me lanza a conquistar almas para el Señor. Así es y así debe ser. ¿Pero no sería más perfecto insistir en vivir la vida de amor como plenitud no funcional, como felicidad divina en nosotros? La Felicidad es la caridad.
Si nos quedamos en los dos modos, catártico y apostólico, sin más, podríamos correr el riesgo de “funcionalizar” el Amor, de obsesionarse con la cruz y de vivir la vida fraterna no un como descansar ordenado por Dios, sino como una carga que hemos de sobrellevar. Se hace antipático el mandamiento principal de la Ley, se rehúye, no se quiere, no gusta. Si el amor es carga y no gozo, se le teme, no se cree en él. A veces con cierta gracia se dice en ámbitos eclesiales que el Cielo será como tal o cual comunidad. ¡Y, claro, entran ganas de desapuntarse! ¿El Cielo, más de lo mismo? ¿Será como mi comunidad parroquial en la que todos nos queremos mucho? Claro, hay bajas, angustias, fobias. Todos deseamos un Cielo superior, de otra índole, pleno, perfecto. Este sucede porque se vive la caridad como catarsis o como desinterés apostólico, desconectada de la plenitud. La persona que vive el amor así, sin el tercer enfoque, piensa que el Cielo va a ser una prolongación de esa cruz que vive en la tierra. No es que lo piense, simplemente que no se le antoja una vida celeste de esos tintes.
el Amor como plenitud
La medida, el control, el dominio de sí, el desinterés… no son formas de antipatía, sino más bien agentes necesarios en esta tierra que van trabajando la calidad de mi caridad, forma mía plena de felicidad. Quizás sea cuestión de ordenar los enfoques para evitar fatigas innecesarias y cansancios prematuros, cayendo en sinsentidos vitales: Primero la plenitud y desde esta la catarsis y la evangelización (enfoques estos dos con fecha de caducidad, perecederos). Parafraseando a San Pablo diríamos: de la perfección (catarsis), la misión (apostolado desinteresado) y la plenitud (Felicidad inútil), la mayor es esta última, y la única que subsistirá. ¡¡Vayamos ya a por ella!!
Es necesario recuperar y subrayar hasta lo indecible el Amor como plenitud, no como labor puramente. Y así si podré vivir la vida apostólica y purificadora con otros alientos, con más fuerza. Los mejores evangelizadores resultan ser los que viven en su interior el inmenso gozo del Amor; son los que a la larga resultan ser más purificados. El amor descansa en el amor. Y yo tengo que descansar en este amor que me descansa. Las criaturas pudiendo ser trampas para el amor, no lo son. La trampa está en el corazón del hombre. El desinterés moral de la vida apostólica ya no es desinterés vital por las personas con las que trato. Las amo. Amo a Dios y a lo creado en un solo amor de plenitud.
Es explicable que uno se desaliente cuando el panorama que se le ofrece es “purifícate, purifícate…”, “no te enganches a la criatura, no te enganches a lo criado”, “solo Dios, solo Dios…”. Siendo todo esto verdad habría que acentuar más el aspecto culmen del amor. La ascética del amor termina; su mística perdura.
volar por horizontes eternos
Hemos dicho amar, sin especificar si a Dios o a la criatura. Hemos hablado de los modos del amor porque ya se entiende que la felicidad es el amor. La Teología se encarga de enseñarnos que no existen dos caridades, una para con Dios y otra para con el hombre. Se sabe que la caridad es una, un mismo amor. Si sé vivir el amor como plenitud ya no problematizo el amor a la criatura, ya no es pura catarsis o “pesca” (Mt 4,19) sino gozo infinito. Desde esta plenitud gozosa vivo y realizo mi existencia.
La disociación es crisis o drama, no unidad. Cuando sepa amar a Dios en las criaturas y a estas en Él habré llegado a mi meta, estaré instalado en la unidad de la vida teologal, en posesión de mi Cielo. Así reza el Hijo al Padre: “Que tengan en sí mismos la alegría perfecta que yo tengo… que sean uno como nosotros somos uno… que el amor que me has tenido esté en ellos, y yo en ellos” (Jn 17).
Es una cuestión de matiz esta distinción de tres enfoques. Resulta quizás un poco académica y un tanto ficticia pues la caridad es unitaria. Pero esconde algo de verdad. Diríamos que este amor opera a modo de avión: va por tierra (purificación y apostolado) pero lo suyo es volar (plenitud) por horizontes eternos. No confundamos la caridad con su función. La caridad es caridad, es decir Gozo. La beneficencia corporal y espiritual son funciones de la misma, pero no la misma caridad. En este mundo se presentan inseparables los tres enfoques, pero en el Cielo solo permanecerá uno: el Gozo no funcional.
El amar ya no será una pedante ejecución del orden o un esfuerzo gimnástico de malabar por permanecer indiferente en extraña serenidad. Amar a las criaturas en Dios no será anular nada creado sino llevar gozo divino dentro. Y amar a Dios en la criatura no será una farsa (Rom 12,9), una pantomima que deja insatisfecho e insatisfechos. El desinterés no es aniquilación sino vía de sobreabundancia feliz.
Además de misterio, debe ser una gracia y un arte esto de vivir desde el tercer enfoque. Captar la esencia del amor, intercambiar amor y plenitud como sinónimos, es un arte de difícil gestión, al menos eso parece. No se muy bien cómo ni en qué consiste, pero sé que ahí está la felicidad: en el tercer enfoque. “Encontré al amor de mi alma y no lo soltaré” (Cant 3,4). ¡¡Eureka, eureka!!, que diría Arquímedes.