Empiezo esta reflexión catequética con una afirmación que puede suscitar sorpresas: Dios se manifiesta en todo su esplendor justamente en el seno de las tinieblas. Se da a conocer a sus amigos allí donde las tinieblas se consideran seguras, intocables tras el cerco que las amuralla y protege. Es justamente en su «reino» donde Dios las somete; también donde los buscadores del Invisible se encuentran cara a cara con Él. Fue allí, por ejemplo, donde las tinieblas eran señoras del lugar, donde Dios habló con Moisés, su amigo, su hombre de confianza, el confidente de sus intimidades (Nm 12,7).
Sin duda que el autor del libro de los Números se basa en la experiencia que tuvo Moisés en el Sinaí, el monte en el que Dios se le presentó y manifestó; mas la cima del Sinaí donde se dio el encuentro estaba envuelta en una densa y tenebrosa nube. «Dijo Yahvé a Moisés: “Mira, voy a presentarme a ti en una densa nube para que el pueblo me oiga hablar contigo y así te dé crédito para siempre”». (Ex 19,9). Pues bien, en lo alto, allí donde los israelitas solamente divisaban una bruma temible, Dios y Moisés se pudieron ver cara a cara. Recordemos que en la espiritualidad bíblica hablar y ver se corresponden: «Dijo Yahvé: “Escuchad mis palabras: Si hay entre vosotros un profeta, en visión me revelo a él, y hablo con él en sueños. No así con mi siervo Moisés: él es de toda confianza en mi casa: boca a boca hablo con él, abiertamente y no en enigmas, y contempla la imagen de Yahvé»». (Nm 12,6-8)
La densa y umbría nube, las más espesas tinieblas, no nos ocultan a Dios; al contrario, es en ellas donde el hombre le encuentra sin figuraciones, que no pocas veces son producto de fenómenos de masas o de mentes no muy equilibradas. Es cierto que Dios puede darse a conocer como Él quiera; mas también lo es que su manifestación suprema, cualitativamente hablando, la recibe aquel que se adentra en la nube espesa, en el cerco de tinieblas que no pocas veces envuelven nuestra vida.
«Envuelto en un cerco de tinieblas». Así es como el salmista interpreta, a la luz del Espíritu Santo, la teofanía del Sinaí que acabamos de comentar: «Él inclinó los cielos y bajó, un espeso nublado debajo de sus pies…, se puso como tienda un cerco de tinieblas, tinieblas de las aguas, espesos nubarrones» (Sal I8,10 y 12).
llenas mis días de luz inagotable
Moisés, el amigo de Dios, subió al Sinaí, se introdujo en la nube lóbrega y penetró con todo su ser en las tinieblas que cerraban sus pasos, y se encontró con Dios. Podría haberse vuelto atrás ante la sombría realidad que se interponía ante sus pasos. Podría, sí, y lo hubiera hecho si lo que le empujaba no fuese más que una corazonada suya, sin fundamento alguno, eso de ir a hablar con Dios y ver su rostro. Podría, en efecto, pero era consciente de que había llegado hasta allí, hasta la nube espesa, no solo por una corazonada. Seguía firme en su marcha, en su ascensión al monte, apoyado y sostenido por la Palabra que ya habitaba en él cuando la acogió en su primer encuentro con Dios en el desierto, en la zarza ardiente (Ex 3,1 y ss.).
Mantuvo, pues, su caminar, su subida, desafiando las tinieblas que pretendían disuadirle. Las sobrepasó impulsado por una fuerza que a él mismo le sorprendía. En realidad, ella no era otra cosa que el hambre de eternidad, de Dios, que le producía el haber hospedado su Palabra en sus entrañas. Dicho esto y sabiendo que todo el Antiguo Testamento es una profecía velada acerca de Jesús el Hijo de Dios, pasamos a hablar de Él.
Jesús, el Señor, es el nuevo y definitivo Moisés. Sube al Calvario, el nuevo Sinaí, y allí someterá de una vez por todas las tinieblas que aprisionan el corazón del hombre. Tinieblas cuyos instintos asesinos pretenden robarle su Trascendencia. Él, el Señor, el que hizo doblar las rodillas a las tinieblas que pretendían interponerse entre Él y su Padre, nos enseña con su Sabiduría también a nosotros a doblegarlas hasta someterlas.
Volveremos más adelante sobre ello. Ahora dirigimos nuestra mirada, aunque sea fugazmente, al Antiguo Testamento para contactar con algunos de los amigos de Dios que, siendo también ellos presa de las tinieblas a causa de la fidelidad a su misión, se encontraron con el Dios de la Luz. La verdad es que son muchos los personajes bíblicos que, de una forma u otra, fueron atravesados por esta experiencia. Nos vamos a centrar en José, hijo de Jacob, pues me parece muy relevante.
Cristo, mi esperanza, ha resucitado
Sabemos que sufrió el desdén y la envidia de sus hermanos a causa de los sueños proféticos que Dios le concedía, y que presagiaban la misión que le confiaría en favor del pueblo santo. A tal punto llegó el encono de sus hermanos que decidieron venderlo como esclavo a unos mercaderes, quienes le llevaron a Egipto (Gn 37,28) y donde el jefe de la guardia del Faraón lo compró para su servicio. Sabemos que a causa de su integridad y al no querer avenirse a las pretensiones de la mujer de su amo, fue calumniado por ella de forma que dio con sus huesos en las mazmorras del Faraón. Sumido en las más espesas tinieblas permaneció en prisión hasta que, como dice el salmista, «la palabra del Señor le acreditó» (Sal 105,18-19). Puesto que son hechos que más o menos conocemos, señalamos simplemente que Dios lo levantó de la espesura de su noche terrible a lo más alto del esplendor de la corte del faraón, quien le hizo su mano derecha (Gn 41,37-41).
Nada en el patriarca José es fruto del azar o casualidad, todo sucede en función de la misión que tiene Israel en orden al bien de la humanidad: la de «ofrecer al mundo entero la luz incorruptible de la Palabra» (Sb 18,4b). Misión que comporta encarnar en su seno al Señor Jesús, el Hijo de Dios.
Al lado de José podríamos poner también a Jeremías, Daniel, Esther y tantos israelitas que tuvieron que abrirse camino en sus tinieblas para encontrarse con Dios. Les dejamos un poco de lado, eso sí con inmenso afecto, para centrarnos en Aquel a quien todos ellos representan, profetizan y anuncian: al Hijo de Dios. Él es el nuevo Moisés. Como ya dije anteriormente, Él es quien al subir al Calvario penetró en las más terribles y cerradas tinieblas que «cubrieron la tierra entera» (Mt 27,45). Tan espesas que arrancaron del crucificado gemidos inenarrables: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34).
El Padre, el Escondido, el Invisible, el que aparentemente no tenía nada que ver con el reo que se hacía llamar «Hijo suyo», permitió a las tinieblas hacer su trabajo, hasta que gritó: «¡Hijo mío, vuelve a la vida!». Se rompió el cerco angustioso del sepulcro: Resucitó. Juan proclama este acontecimiento glorioso con una belleza estremecedora: «La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1,5). ‘
La victoria del Hijo de Dios contra las tinieblas y su príncipe marca el destino de la humanidad entera. La Iglesia, «su» Iglesia, recibe este don, la victoria del Hijo de Dios sobre las tinieblas, como usufructo. Es por ello que, como le prometió a Pedro, nunca prevalecerán sobre ella (Mt 16,18).
tu brillo despeja mi oscuridad
Imagen y figura perenne de esta promesa es, pues, Pedro, en cuyas manos el Hijo de Dios, al nombrarle piedra, depositó sus dones. Jesús da prueba de la inmortalidad de su don y promesa en lo que podemos llamar la, noche tenebrosa de esta piedra, de Pedro; aquella en la que la luz de Jesucristo se escondió tanto, tanto, que le negó. Nos dice Mateo que cuando Pedro tomó conciencia de su… debilidad más que traición, lloró amargamente:… Pedro se acordó de aquello que le había dicho Jesús: «Antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces. Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente» (Mt 26,75).
Reparemos con atención en la apreciación de Mateo: «Saliendo fuera»; algo así como liberándose del recinto de impiedad y tinieblas que le habían envuelto. Rota la argolla tenebrosa que le había oprimido, afloraron las lágrimas, auténticas chispas de fuego que preanunciaban su encuentro con la Luz aunque él no lo supiera, en realidad ni siquiera se lo imaginaba.
La Luz, el Hijo de Dios, el buen Pastor, va hacia él con una pregunta (Jn 21,15 y ss) que repite una y otra vez: «Pedro, ¿me amas?» ¡Cómo sería el sí del Apóstol! Intentar sondearlo sería algo así como «violar su alma». Lo que sí intuimos es el sobresalto que hubo de tener al oír a Jesús como asegurándole que su corazón ya estaba curado, dispuesto y capacitado para amarle hasta dar la vida por Él.
¡Cómo llegarían a sus oídos eso de «apacienta mis ovejas»! Sí, ha oído bien, «sus ovejas», las que ha rescatado con el precio de su sangre. Resulta que ¡se las confía a él! Algo de su infinita sorpresa podemos intuir a la luz de estas palabras que dirigió a los primeros cristianos: «… Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha ni mancha, Cristo» (1P 1,18-19).
Solo nos queda expresar nuestro más profundo reconocimiento y gratitud a todos los amigos de Dios que han jalonado la historia, haciendo por ello parte de la nuestra. Por su confianza en Él pudieron atravesar su cerco de tinieblas pobladas de «ayes» lastimeros y umbríos, auténticos preludios de la desesperación. En su caminar, a veces tan incierto como tortuoso, nos legaron sus huellas luminosas. Gracias a ellas sabemos que existe el Invisible. Gracias a ellas nos acercamos, a pesar de nuestros miedos y dudas, al Señor Jesús. Cogidos de su mano, es decir, de su Evangelio, surgen en nosotros fuerzas con las que abordamos nuestras tinieblas hasta que llegamos a conocer a Dios.
Guiados por la Palabra, «Luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), somos testigos de cómo progresivamente se va llenando de «espíritu y vida» (Jn 6,63) la copa de nuestra alma. Él, el Resucitado, es la garantía de nuestra victoria sobre todas y cada una de nuestras noches.