En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. El Verbo en el principio estaba junto a Dios. Por medio del Verbo se hizo todo, y sin él no se hizo nada de lo que se ha hecho. En el Verbo había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla , y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció, Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria; gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad, Juan da testimonio de él y grita diciendo: “Este es de quien dije: ·El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo·”. Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dió por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer. Jn 1, 1-18
No se cómo, ni cuándo, ni dónde, ni de quién, ni porqué ha llegado a mis manos un cubo perfecto de pirita. Es, bajo todo punto de vista (y al tacto y por peso) asombroso. Me quedo extasiado mirándolo y pensando: ¿Quien la ha dicho al hierro y al azufre que hagan aleación y que se junten en cristales que definen un cubo perfecto? ¿Quién ha hecho esto? No es posible que sea el azar. Pienso que el “azar” es la meta de los perezosos. Habría que seguir indagando, hipotizando … o, al menos, humillarse ante la evidencia de que no sabemos ir más allá. Y estamos ante un simple mineral, una piedra inerte.
Todo esto ¿a cuento de la Navidad? Sí. Porque, como canta la Liturgia, más grande que el misterio de la creación, es el de la Encarnación del Hijo de Dios, y su generosa Redención. Nos hallamos ante misterios tan insondables como reales, inexplicables pero innegables, incomprensibles pero tan reales como mi cubo de pirita.
El famoso prólogo de San Juan, me parece, justamente quiere abrirnos a la dimensión sobre-natural de la existencia humana, para poder aproximarnos a un mínimo de captación de la magnitud de lo ocurrido con la venida al mundo del Hijo de Dios, y lo que ese acontecimiento nos trae personalmente.
No es que ha cambiado la Historia de la Humanidad, es que -de algun modo- ha comenzado. El misterioso vector “tiempo” tiene un protagonismo central en este Evangelio. Quedan marcados o indicados varios hitos: “En el principio ya existía el Verbo”. Antes de la Creación, antes que mi célebre pirita o su genealogia geológica, ya existía Él. ¿Y que hacia?. Dice Juan: “Estaba junto a Dios”.
En un segundo momento “Por medio del Verbo se hizo todo”. La creación se hizo por él. Pero no sólo las constelaciones, o mi pirita reluciente, sino la Vida. “En el Verbo había vida”. Aquí importa mucho resaltar -en medio de la anti-cultura de la muerte- que “la vida era la luz de los hombres”. La vida es una evidencia tan fuerte que se vuelve, por sí sola, en luz. La quintaesencia de la Ley Natural y la posibilidad objetiva de alcanzar la salvación a partir de la mera constatación de la vida, estriba en el estupor ante el ingente misterio de la vida. La vida de los trillones de seres vivos que simultáneamente interaccionamos en el plante Tierra y, con mayor asombro, ante la vida humana, autoconsciente, libre y “capax Dei”.
El problema es que, a partir de la irrevocable “libertad”, libre albedrío, con que ha sido creado el hombre por Dios, la tiniebla no la recibió. No quiso la vida, optó por la muerte. Es un hecho, un dato irrefutable.
Pero Dios reaccionó. “Surgió un hombre enviado por Dios”. La figura del Bautista es enorme. Los Evangelios están repletos de “Hechos de Juan Bautista” y el propio Jesús no escatima valor a su existencia, fuertemente entrelazada con la suya. Ahora bien; “No era él la luz, sino testigo de la luz”. Juan es un testigo veraz, porque no se irroga nada y ordena la cadencia de los hechos. No sólo identifica al Salvador sino que le reconoce la cualidad más inefable: “… pasa delante de mí, porque existía antes que yo”. No se trata de que ha llegado un profeta más sabio o taumaturgo que yo, sino que os “grito”: El Eterno, bendito sea, ha acampado entre nosotros.
“El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre”. Es un tercer intento de salvación del hombre: ante la creación, prefirió las tiniebla, ante el Bautista enviado “para que por él todos vinieran a la fe”, tampoco quisimos la luz. La tercera tentativa es que “Vino a su casa y los suyos no lo recibieron”. Pero la tinieblas se agrietaron, el grito fue escuchado por algunos y gracias a la venida del Verbo “… a cuantos lo recibieron les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”. Se inaugura una plenificación, selectiva pero cualitativamente inimaginable: ser hijos de Dios.
Pero la fe es doble, biunívoca. Basta creer en el nombre del Verbo, pero Ël es el único testigo de Dios. “A Dios nadie lo ha visto jamás”. Esta certeza es tan cierta que hasta los agnósticos, los ateos y los alienados/indiferentes están de acuerdo: a Dios nadie lo ha visto jamás.
Pues bien, es sobre esa premisa que cobra todo su valor la Navidad, el nacimiento de Jesús, porque el Unigénito “es quien nos lo ha dado a conocer”. Bendito sea Dios, que en su infinita misericordia, ha roto el silencio sideral y se nos ha manifestado -en la plenitud de los tiempos, ahora- en el rostro de su Hijo.