José, desposado ya con María, desconoce el misterio de la Anunciación, ignora la gracia recibida por su esposa. María no se lo ha referido. José descubre que está embarazada y “…siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto”.
La escena es de un intenso dramatismo. Pero nos preguntarnos: ¿Por qué María lo ha ocultado? ¿Acaso no sería más adecuado que María se lo hubiera confiado a José, su esposo, para evitar el malentendido? ¿Por qué espera María al momento de la salutación de su prima Isabel para expresar todo el júbilo que llena su corazón y manifestar alborozada que: “…por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí maravillas el Todopoderoso…”?
Es el misterio de Dios. Pero podemos aproximarnos con unción y reverencia a aquel momento sublime de la vida de María, a ese instante que nos relata Lucas en el que “…se fue de ella el ángel”, y María se queda sola en la estancia en la que oraba, anonadada ahora por la gracia que se le ha anunciado y rememorando, confundida en su humildad, aquel saludo del ángel: “Salve, llena de gracia, el Señor es contigo”. Dice el evangelista Lucas que “ella se turbó al oír estas palabras y discurría qué podría significar aquella salutación”. Nos resulta imposible imaginar siquiera alguno de los sentimientos que embargaban a María.
Pero atendamos a lo que sigue en ese momento escalofriante en el que se da cumplimiento al vaticinio de todas las profecías sobre la venida del Mesías. Lucas nos relata con absoluta precisión el mensaje del ángel: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”. Esas son las cosas que María tenía en su corazón cuando el ángel la dejó.
María, la llena de gracia, estaba con el Señor, “la virtud del Altísimo la cubría con su sombra”, y nada de cuanto la rodeaba merecía su atención o requería su cuidado. Tampoco las angustias y recelos de su esposo. Y en su seno virginal se encarnaba el Verbo Divino, el Hijo de Dios hecho hombre. Y María callaba frente a los hombres, mientras la palabra del Señor crecía en sus entrañas llenando de cielo todos los espacios de su corazón y de su alma. Son las paradojas del Todopoderoso, cuyos designios son inescrutables.
Pero el Señor estaba con ella en todos los instantes de su vida, llenándola por completo, como lo anunció el ángel, y nada podía afectarla, y todo debía ser perfecto en torno suyo, y así, el Señor proveyó de lo necesario para que las dudas de José se disipasen. Mateo nos relata la escena de esta Segunda Anunciación, la Anunciación de José, aquella en la que ángel visita en sueños a José y le dice: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo”.
Y José acepta ambos designios divinos: el que ha recaído sobre María: “Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados”, y el encargo de ser padre de Jesús, para así poner nombre al Hijo de Dios en el momento de la circuncisión. Y al despertar José de su sueño, recibe en su casa a María. Ninguno de los dos necesita explicar aquello que ha sucedido con palabras, pues ambos fueron confortados por el ángel en sus respectivas anunciaciones.
Así el ángel Gabriel dijo a María: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios…”, y lo mismo el ángel a José: “José, hijo de David, no temas recibir a María…”. El mensaje es para todos los hombres: No tengáis miedo a la venida de Jesús a vuestros corazones. No tengáis miedo a recibir a María que lo trae en sus brazos.