Se considera obvio entre los teólogos que el signo de Caná es un símbolo eucarístico. No pretendo enmendar la plana a los exegetas, carezco de preparación hermenéutica para ello. Sin embargo intuyo, y me atrevo a manifestar, que parece una fácil interpretación aceptada por inercia de generación en generación, pero sin haber entrado de lleno en su esencia. La puesta en escena, la elección de las palabras y los elementos presentados, son radicalmente opuestos en la Eucaristía y en Caná. Creo que este signo merece una nueva mirada, un análisis profundo y una reflexión cuidadosa.
Cuando Jesús habla por vez primera de la necesidad de que su cuerpo y su sangre sean comida y bebida para lograr la vida eterna (Jn 6, 53-56), lo hace con gran rotundidad y trascendencia. Su discurso intenta convencer de que Él es el pan bajado del cielo y causa enorme disgusto e inquietud en los que lo oyen. Algunos de sus seguidores le abandonan ante la crudeza de sus palabras, que tan intenso escándalo producen entre los judíos. No lo entienden porque solo ven a un hombre. «¿No es este, Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos?” (Jn 6, 42).
Cristo con insistencia les hace ver que la santificación, la glorificación, necesita este nuevo maná, su cuerpo, que alimenta y conserva la vida espiritual. Este pasaje ocupa un gran espacio, inusual en otros temas; desde el versículo 35 al 66 del capítulo 6 del evangelio de San Juan.
deificar nuestra vida cotidiana
En la Última Cena, en un trágico y emotivo momento de despedida cuando está a punto de ser llevado a la cruz, traicionado por uno de los suyos y negado por Pedro, da cumplimento a lo que ya les había anunciado (Mt 26, 26-29; Mc, 14, 22-25; Lc 22, 17-20).
Para ello toma los dos elementos más representativos en la alimentación y el placer del hombre: el pan y el vino. Ambos son productos de la labor humana que siembra cuida y cosecha el trigo, muele el grano, amasa, forma y cuece el pan; que siembra cultiva y poda la vid, recoge el fruto, lo pisa, espera pacientemente su fermentación y elabora el caldo. Son dos procesos manuales muy laboriosos, cercanos a toda la humanidad en el diario trabajo. El Señor bendice estos dos preciados alimentos. Su palabra los santifica y vivifica, convirtiéndolos nada menos que en su Cuerpo y su Sangre
Jesús se muestra aquí más Dios que nunca. Se mete en nuestro pan y lo esponja de su gloria. Su contacto cambia al ser humano, lo incendia, lo sublima, lo diviniza. El fin es verter en nuestros alimentos cotidianos su divinidad. Cristo se queda así con nosotros y hace más fácil el camino hacia el fin último: Dios.
La Eucaristía da a nuestra vida santificación para seguir en la lucha diaria de ascenso desde nuestra animalidad hacia la identificación con el Padre. No comemos el cuerpo de Jesús de Nazaret, sino el cuerpo y la sangre gloriosos del Hijo resucitado, tal como está ahora y siempre en la Trinidad.
María, tenaz intercesora
El escenario de Caná es muy diferente al de la institución de la Eucaristía; es una escena humana al cien por cien (Jn 2, 3-9). En la fiesta alegre de una boda, Jesús no es el protagonista, el predicador, el profeta, sino un invitado más. En los evangelios apócrifos hay montones de pequeños signos milagrosos de Jesús. ¿Por qué los evangelistas primero y la Iglesia después, escogen para comenzar el relato de la vida pública, este pequeño signo tan aparentemente trivial e innecesario? No consigo ver en esta preciosa estampa, tan significativa en la vida del cristiano, nada que la relacione con el momento eucarístico. Aquí todo es distinto.
Allí está María, su madre. Como mujer, observa todo. Sufre con la vergüenza de los novios que no han calculado bien el vino necesario y pueden ser juzgados como tacaños, desatentos con sus invitados en un día tan trascendental en sus vidas. Jesús no escoge el momento. María le hace ver: “No tienen vino.” Ella solo lo insinúa porque sabe que su Hijo puede remediar la situación. Sin duda habría presenciado algún otro signo extraordinario durante la oculta vida doméstica.
Jesús contesta: “¿Qué nos va a ti y a mí? No ha llegado mi hora”. En el evangelio no falta ni sobra una palabra. Luego, él no considera necesaria ni importante su intervención. La tenacidad de María, segura de su influencia sobre Jesús, fuerza la situación. Dice a los criados: “Haced lo que Él os diga” y esta frase encierra toda la sabiduría de la oración: Pedid, rogad, yo intercedo, pero estad dispuestos a cumplir la voluntad de Dios.
de agua a vino nuevo y copioso
“Llenad de agua esas tinajas”, dice Jesús a los sirvientes. El agua es el elemento escogido esta vez. El agua, en la tradición testamentaria, es un símbolo de la gracia del Espíritu Santo vivificador. Dice Jesús (Jn 7,38): “Si alguien cree en mí, como dice la escritura, ‘de sus entrañas manarán ríos de agua viva’ ” (Is 55, 1-3).
El agua procede de Dios. Él la ha puesto en la naturaleza para el necesario sostenimiento del cuerpo: calmarnos la sed, cultivar nuestros campos, cocer los alimentos, limpiarnos y refrescarnos, recrearnos con el frescor y el rumor del torrente. Fluye del cielo y no necesita intervención humana. El agua es símbolo de la espiritualidad, de la pureza, mediante ella se nos quita el pecado original. El agua es un regalo de Dios.
Jesús coge este bien divino y lo transforma en un vino excelente, saltándose el trabajoso proceso de la elaboración por las manos del hombre, para evitar una humillación a los novios y que la fiesta termine con sana alegría. No figura en el evangelio la bendición habitual en otros signos. Lo hace con superabundancia, nos dice Ratzinger en su libro “El Camino pascual”, porque el estilo de Dios es excederse en la concesión de los bienes.
expresión de alegría desbordante
El proceso es inverso, a mi pobre entender, a la institución eucarística; me atrevo a decir antagónico. Allí Jesús instituye un medio de divinización de la criatura. Aquí, ante la intercesión de María, se abaja, se humaniza y, un elemento símbolo de su gracia, -recordemos el pasaje de la samaritana (Jn 4, 10-15)- lo convierte en el caldo de la uva que alegra el corazón de los hombres.
María le ha recordado que es verdaderamente humano, se ha formado con su sangre, se ha amamantado con su leche, y le deja obligado para siempre a escuchar su intercesión ante nuestros problemas, a veces intrascendentes. Este es el puesto que Jesús quiere que ejerza. La madre de Jesús aparece muy pocas veces en el Evangelio, pero nunca cuando aparece está de perfil en una intervención de su hijo. Frecuentemente, la bien intencionada piedad popular reza a Santa María como a una diosa, le concede atribuciones que no tiene, exalta cualidades secundarias, pero la Iglesia sí la coloca en su sitio en el Ave María, la salve o la letanía y deja muy claro su papel : “Abogada nuestra, ruega por nosotros”.
Jesús, que en varias ocasiones no ha querido que la blandura afectiva humana intercepte su mensaje, y ha eludido las referencias a su madre, comienza su vida pública cediéndole el protagonismo. Esa es la misión de Santa María en el camino de la Iglesia y en la espiritualidad del seguidor de Cristo.
Confiada en las palabras de Jesús: “Gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se la has revelado a los pequeños”, seguro que he sido excesivamente atrevida, por ello quiero terminar con una gota de humor. Imagino a Dios Padre diciéndole a Jesús que ha hecho este milagro influido por el deseo de María, y Jesús le contesta: Abbá tu eres todopoderoso, infinitamente sabio, pero no has tenido una madre.
Intercede “pro nobis”, tú, humilde, mansa, ejemplo de cristiana, madre nuestra, Santa María.