En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo: «No les queda vino.» Jesús le contestó: «Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora.» Su madre dijo a los sirvientes: «Haced lo que él diga.»
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: «Llenad las tinajas de agua.» Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: «Sacad ahora y llevádselo al mayordomo.» Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora.»
Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él. (Jn 2, 1-11)
El signo de Caná suele considerarse como un símbolo eucarístico. Sin enmendar la plana a los exegetas, carezco de preparación hermenéutica para ello, intuyo y me atrevo a manifestar, que la puesta en escena, la elección de las palabras y los elementos presentados, son radicalmente opuestos en la Eucaristía y en Caná.
SI NO COMÉIS MI CUERPO”
Cuando Jesús habla por vez primera de la necesidad de que su cuerpo y su sangre sean comida y bebida para lograr la vida eterna, (Jn 6,) lo hace con gran solemnidad, rotundidad y trascendencia. Su discurso intenta convencer de que él es el pan bajado del cielo y causa enorme confusión, e inquietud en los que lo oyen. Algunos de sus seguidores le abandonan ante la crudeza de sus palabras que, entre los judíos, producen un intenso escándalo. No lo entienden porque solo ven a un hombre. “Este Jesús ¿no es acaso el hijo de José?” Cristo con insistencia les hace ver que la santificación, la glorificación, necesita este nuevo maná, su cuerpo, que alimenta y conserva la vida espiritual. Este pasaje ocupa un espacio, inusual en otros temas, desde el versículo 35 al 66 del evangelio de san Juan.
En la última cena, en un trágico y emotivo momento de despedida cuando está a punto de ser llevado a la cruz, traicionado por uno de los suyos y negado por Pedro, da cumplimento a lo que ya les había anunciado. (Mt 26, 26-29; Mc, 14, 22-25; Lc 22, 17-20) Toma para ello los dos elementos más representativos en la alimentación y el placer del hombre: El pan y el vino. Ambos producto de la labor humana que siembra cuida y cosecha el trigo, muele el grano, amasa, forma y cuece el pan. Siembra cultiva y poda la vid, recoge el fruto, lo pisa, espera pacientemente su fermentación y elabora el caldo. Son dos procesos muy laboriosos, manuales, cercanos a toda la humanidad en el diario trabajo. El Señor bendice estos dos preciados alimentos, su palabra los santifica y vivifica, y quedan convertidos en su cuerpo y su sangre.
DEIFICAR NUESTRA VIDA COTIDIANA
Jesús se muestra así más Dios que nunca, se mete en nuestro pan y lo esponja de su gloria, su contacto cambia al ser humano, lo diviniza. Cristo se queda así con nosotros y hace más facil el camino hacia el fin último: Dios. La eucaristía da a nuestra vida santificación para seguir en la lucha diaria de ascenso, desde nuestra animalidad, hacia la identificación con el Padre. No comemos el cuerpo de Jesús de Nazaret sino el cuerpo y la sangre gloriosos del Hijo resucitado tal como está ahora y siempre en la Trinidad.
UN INVITADO
El escenario de Cana es muy diferente al de la institución de la Eucaristía. Es una escena humana al cien por cien. (Jn 2, 3-9) En la fiesta alegre de una boda, Jesús no es el protagonista, el predicador, el profeta, sino un invitado más. En los evangelios apócrifos hay montones de pequeños signos milagrosos de Jesús. ¿Por qué los evangelistas primero y la Iglesia después, escogen, para comenzar el relato de la vida pública, este pequeño signo tan aparentemente trivial e innecesario? No consigo ver en esta preciosa estampa tan significativa en la vida del cristiano, nada que la relacione con el momento eucarístico. Aquí todo es distinto.
“HACED LO QUE ÉL OS DIGA”
Allí está María, su madre, como mujer observa todo, sufre con la vergüenza de los novios, quizá parientes, que no han calculado el vino necesario y pueden ser juzgados como tacaños, desatentos con sus invitados en un día trascendental en sus vidas. Jesús no escoge el momento. María le hace ver: “No tienen vino.” Ella lo insinúa porque sabe que él puede remediar la situación. Sin duda habría presenciado algún otro signo extraordinario durante la oculta vida doméstica. Jesús contesta: “¿Qué nos va a ti y a mí? No ha llegado mi hora”. En el evangelio no falta ni sobra una palabra. Luego él no considera necesaria ni importante su intervención. La tenacidad de María, segura de su influencia sobre su hijo, fuerza la situación. Dice a los criados: “Haced lo que él os diga” y esta frase encierra toda la sabiduría de la oración: Pedid, rogad, yo intercedo, pero estad dispuestos a cumplir la voluntad de Dios.
EL AGUA
“Llenad de agua esas tinajas” dice Jesús a los sirvientes. El agua es el elemento escogido esta vez. El agua en la tradición testamentaria es un símbolo de la gracia del Espíritu Santo vivificador. Dice Jesús (Jn 7,38): “Si alguien cree en mí, como dice la Escritura, ‘de sus entrañas manarán ríos de agua viva’ ”(Is 55, 1-3) El agua procede de Dios, él la ha puesto en la naturaleza para el necesario sostenimiento del cuerpo: calmar la sed, cultivar los campos; limpia, refresca, recrea con el rumor del torrente. Fluye del cielo, no necesita intervención humana. El agua es símbolo de la espiritualidad, de la pureza, mediante ella se nos quita el pecado original. El agua es un regalo de Dios. Jesús transforma este bien divino en un vino excelente, saltándose el trabajoso proceso de la elaboración por las manos del hombre, para evitar una humillación a los novios y para que la fiesta termine con sana alegría. No figura en el evangelio la bendición habitual en otros signos. Lo hace con superabundancia, nos dice Ratzinger en “El Camino pascual” porque el estilo de Dios es excederse en la concesión de los bienes.
MARÍA TENAZ INTERCESORA
El proceso es inverso, a mi pobre entender, a la institución eucarística, me atrevo a decir antagónico. Allí Jesús instituye un medio de divinización de la criatura. Aquí, ante la intercesión de María, se abaja, se humaniza y, un elemento símbolo de su gracia, recordemos el pasaje de la samaritana, (Jn 4, 10-15) lo convierte en el caldo de la uva, que alegra el corazón de los hombres. María le recuerda que es humano, se ha formado con su sangre, amamantado con su leche, y le deja obligado para siempre a escuchar su intercesión ante nuestros problemas, a veces intrascendentes. Jesús, que en varios pasajes evangélicos, no quiere que la blandura afectiva humana intercepte su mensaje, y elude las referencias a su madre, comienza su vida pública cediéndole el protagonismo. María aparece muy pocas veces en el evangelio, pero nunca está de perfil en una intervención de su hijo.
A veces, la piedad popular reza a Santa María como a una diosa, le concede atribuciones que no tiene, exalta cualidades secundarias, pero la Iglesia sí la coloca en su sitio en el Ave María, la salve o la letanía y deja muy claro su papel: “Abogada nuestra, ruega por nosotros”. Esa es la misión de Santa María en el camino de la Iglesia y en la espiritualidad del seguidor de Cristo.