El Estado Islámico inquieta al mundo porque sabe que no parará hasta conseguir sus objetivos. Los logre o no habrá mucho derramamiento de sangre. Los cristianos de Irak y Siria huyen e intentan refugiarse en las ciudades, pero no hay lugar seguro ni dentro ni fuera de las diluidas fronteras. El islam se expande en todas las direcciones con la fuerza de la emigración y de la violencia. El pensamiento único occidental también se expande: cree que puede exportar la democracia a la vez que importar y comercializar la riqueza de los países por la fuerza de los acuerdos comerciales de las multinacionales y la potencia y sofisticación de sus armas. Es un colonialismo sutil e impío, porque los Estados mandan como emisarios a multinacionales sin piedad que solo buscan el negocio.
Cada día es más evidente que el único criterio que rige las decisiones políticas es el dinero, lo único que importa por encima de la persona. Las decisiones siempre guardan un carácter sacrificial, alguien tiene que ser sacrificado para que se cumplan los objetivos. Ancianos improductivos, niños “inútiles”, enfermos sin futuro, son costes sin algún tipo de beneficio, lastres sociales que la sociedad de la eficiencia no se puede permitir. El planeta, dicen los profetas de nuestros tiempos, no es sostenible. La natalidad es considerada una epidemia. El aborto se ha convertido en un método anticonceptivo bendecido por casi todos los Estados. La guerra está dentro de las fronteras de los Estados postmodernos en forma de terrorismo, de nacionalismo y de crisis sociales permanentes. Los grupos antisistemas y populistas crecen ante la corrupción y la desafección de las masas aburguesadas. Los tertulianos, filósofos, periodistas señalan permanentemente a aquellos culpables de cada desastre.
Pasamos a otro nuestra propia culpa o inconsistencia y canalizamos a través de ese otro mecánicamente toda nuestra ansiedad y violencia. La culpa tiene muchas máscaras, pero un solo rostro: el otro. Siempre hay un otro que me exime de mirar mi parte correspondiente en el dolor y el sufrimiento del mundo.
En el pensamiento único el hombre no es más que un animal, con una singular capacidad para emocionarse, pero sin destino trascendente. La supervivencia es la ley que gobierna todo comportamiento. Como miembro de una manada algunos individuos deben ser sacrificados en beneficio de la especie. Solo que como el hombre es además racional, selecciona a esos seres prescindibles por categorías estereotipadas: ser minorías étnicas, religiosas, migratorias… Pero lo importante es que esos elegidos tengan capacidad de congregar el odio o la mirada de todos, para que el resto se salve.
de vicio privado a virtud pública
La unanimidad en el orden musulmán o en el orden de las sociedades occidentales se forja contra la única minoría que hoy dice algo que disiente de lo que todo el mundo acepta. La legitimación de la violencia propia está fundada sobre la creencia de que «estamos en la verdad» (en la interpretación del Corán o en la implantación de la democracia, da lo mismo) y los otros están en la mentira o en el error. Al estar en la verdad, la violencia está legitimada por parte del Estado (Islámico o democrático) porque este se ha erigido en mediador absoluto de los desvalidos ciudadanos. El Estado nos hace retornar a la minoría de la edad de la razón: piensa por nosotros, nos dice lo que está bien hacer, lo que debemos opinar…
Pero fuera de ese férreo control que pedimos para el vecino estamos autorizados ad intra a hacer cualquier cosa. En el sujeto normalizado solo hay una vía de sentido o de escape: dejar que el deseo fluya en el placer de las pequeñas cosas y que nadie se interfiera. La sociedad del consumo convierte los vicios privados en virtudes públicas y revierte sobre el mercado sus productos de salvación. Lo que antes era “pecado”, y era visto como aquello que produce daño al individuo y a la sociedad, ahora se convierte en Ley, en norma, porque hay detrás un negocio que defender para llenar las arcas del Estado. Incluso los indignados han caído en la trampa: los revolucionarios de hoy no son anarquistas, humanistas rousseaunianos, románticos, nostálgicos, ingenuos, anacoretas o tecnófobos. Son súbditos del Estado que quieren que este sea mejor Padre, o una Madre de verdad. Que pague los caprichos de sus hijos arrojados sin su consentimiento a la vida, pues tienen derecho a reclamar que se les mantenga sin pedirles nada a cambio.
Cualquier tipo de placer es válido y ha de ser financiado, pero el problema es que siempre es a costa de otro. Y eso, una sociedad susceptible en sumo grado, victimista, políticamente correcta, tiene que regular exhaustivamente toda acción pública bajo una rigurosa ley. Tolerarlo todo es peligroso para la supervivencia de la tribu, por eso convertir en norma de ley algunos placeres va a ser la solución: hacer de la nueva moral normas de tráfico viario. La libertad es algo realmente escandaloso, pero es la condición de posibilidad de la dignidad y de que la historia no sea un teatro de marionetas. El riesgo es que a cambio la historia de la humanidad esté siendo lo que parece a Macbeth en el acto V: el relato de un loco lleno de furia y de rabia.
Cordero para sufrir
Pero no es esa la visión de Cristo. Su confianza en que no hay modo de ser hombre, hijo de Dios, más que siendo libre, nos hace sospechar que estamos creados para el diálogo con el Creador y con los otros hombres, y que el camino es la conversión. ¿Estaban previstos por Cristo los sucesivos intentos fallidos de la humanidad por diseñar una sociedad pacífica? ¿Es posible que fuera la paz la expectativa de Cristo respecto a la historia? ¿Es solo un profeta de la no-violencia?
La violencia puede llevar a la gente a una rivalidad exponencial pero también el hombre tiene capacidad de amar. Hay una posibilidad por la que el hombre puede dejar de dar culto total a la violencia. La cuestión de la violencia conduce inevitablemente la cuestión de la libertad. Cristo asume esa libertad del género humano sobe sus propias espaldas. El Siervo de YHVH irrumpe aquí como un principio clave para poder entender la historia de la humanidad. ¿Y si la única posibilidad para los hombres de escapar a su mutua autodestrucción fuera tomarse en serio al Siervo de YHVH?
La Iglesia está, en este momento de la historia, empezando a comprender cuál es su misión: reencarnar al Siervo en el siglo XXI, y proponerlo, o proponerse a sí misma voluntariamente al escarnio público. Los últimos acontecimientos: la ley del aborto en España en la que las caretas se caen e irrumpe la pragmática política de los votos y del dinero como bandera, los atentados de París, de Jerusalén, el avance del EI, el desmantelamiento de Libia, Siria, Irak, la persecución sistemática y cruel contra los cristianos en Asia y África, la postura de grupos radicales y políticos contra la Iglesia, etc. hacen prever un duro invierno para ella.
En un mundo como el que hemos descrito, puede que el Siervo de YHVH sea algo más que una feliz idea teológica: o nos reconciliamos tal como nos proponen los Evangelios, o desaparecemos. La Iglesia tiene un papel también preanunciado por el Evangelio de completar lo que falta la pasión Cristo, encarnación del Siervo de YHVH. Es por esto por lo que en los últimos acontecimientos está siempre en el candelero siendo señalada como retrógrada, denunciada como antisocial porque no es entendido su mensaje: parece que va a contracorriente y por esto está siendo reconducida por los medios como la “mosca molesta que hace despertar la conciencia dormida” hacia la imagen del chivo expiatorio.
«Uno de los ancianos me dijo: “No llores más. Sábete que ha vencido el león de la tribu de Judá, el vástago de David, y que puede abrir el rollo y sus siete sellos”. Entonces vi delante del trono, rodeado por los seres vivientes y los ancianos, a un Cordero en pie (…) Y entonaron un cántico nuevo: “Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra”» (Ap 5,1-10). Cristo es ese Siervo de YHVH, ese cordero degollado. Como dice Vitorino de Pettau, el “león para vencer, se hace cordero para sufrir”.
En el siglo IV los cristianos estaban siendo perseguidos por Diocleciano con la misma saña que lo están siendo los cristianos en Siria y en Irak, y en todas partes, que marca el destino de la revelación. San Lucas (19,41-44) describe la situación de hoy: «En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: “¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida”».
¿Qué es lo que conduce a la paz? ¿Y de qué paz está hablando?
Ángel Barahona Plaza
Director del Departamento de Humanidades de la Universidad Francisco de Vitoria