La violencia como defensa es el recurso común ante cualquier tipo de agresión. Es la reacción instintiva, natural, suscitada por la naturaleza contagiosa de la rivalidad. Aparece así el contra-ataque, la venganza, la ley del Talión, como formas de defensa del individuo y de la sociedad. Sin embargo, la violencia engendra violencia; ¿existe otra salida? ¿Quién puede romper este círculo?
La experiencia común del hombre manifiesta una fe ciega en la violencia como requisito necesario para andar por la vida y como suprema solución para determinadas situaciones y conflictos. Esta «mentalidad sacrificial» o escándalo genera, sin embargo, la escalada de la violencia y su círculo. ¿Cómo romperlo? Tras la agresión viene la reacción vengadora, que provoca a su vez una nueva agresión más violenta. Y así sucesivamente. ¿Quién puede romperlo? De hecho, en un mundo violento todo parece indicar que no existe otra salida y que todo lo demás es debilidad, virtud de enfermos. Como dice el libro de la Sabiduría, nuestro mundo cree ciegamente en esto: «sea nuestra fuerza la norma del derecho, pues lo débil —es claro— no sirve para nada» (Sab 2,11).
“aquí estoy, ¡oh, Dios!, para hacer tu voluntad”
El Siervo de Yahvé es la figura única y la respuesta sorprendente para desactivar este círculo vicioso de la violencia desbocada. El servicio a Yahvé es cargar con el peso del pecado del mundo: injusticia y violencia sobre sus hombros. Como tantas veces, también aquí los caminos de Dios no coinciden con los caminos de los hombres. Dios ha suscitado en la Escritura y en la historia la figura única del Siervo de Yahvé, figura incomparable que asume en sí mismo la doble función —complementaria— del servicio a Yahvé (cumplimiento de su voluntad: Heb 10,7) y de cargar sobre sus hombros todo el peso del pecado del mundo. El Siervo representa una respuesta, de antemano absolutamente inimaginable, a ese doble drama de la sociedad: el de la injusticia y el de la violencia.
Siervo de Yahvé es el que cumple la voluntad del Padre. La Escritura llama «Siervo de Yahvé» a aquel a quien Dios llama a colaborar en la historia de salvación del mundo y viene a servir a este designio. El servicio que Yahvé quiere no se limita a un culto ritual, sino que se extiende a la entrega de toda la vida, que —como la de Jesús— se manifiesta en dependencia radical de la voluntad del Padre: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: Aquí estoy, ¡oh, Dios!, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5-7; cfr. Sal 39,7-9; Mt 16,21; Lc 24,26; Jn 14,30).
Siervo de Dios y de los hombres en oposición a una decisión diabólica: «No serviré». Sirviendo a Dios, Jesús, el Siervo prototipo, sirve a los hombres. Y sirviendo a los hombres, sirve a Dios. «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27), dice Jesús. Y dice también: «el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero sea esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,43-45). El Siervo de Yahvé impugna directamente la decisión diabólica «no serviré».
por las rebeldías de su pueblo ha sido herido
El Siervo de Yahvé es el Cordero de Dios, que carga con el pecado del mundo. Este misterio profundo lo ha mostrado Juan el Bautista como la gran clave de la figura histórica de Jesucristo: «al día siguiente, al ver a Jesús que venía hacia él, exclamó: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). El símbolo del Cordero de Dios viene a ser, también para el evangelista San Juan, clave de interpretación del misterio histórico de Cristo. San Juan funde en una sola realidad la imagen del Siervo (Is 53), que carga con el pecado de los hombres, y el rito del cordero pascual, símbolo de la salvación de Israel. Jesús será el Siervo que experimenta sobre sus hombros el peso del pecado del mundo y, a la vez, el Cordero que será sacrificado el día de Pascua en beneficio de todos los hombres (Éx 12,1ss.; Jn 19,36).
El dolor del Siervo deja patente el virus del pecado. El Siervo de Yahvé es un hombre cogido entre la espada y la pared. De ahí su dolor. Se encuentra en el punto crucial donde interfieren y chocan el pecado del hombre y el plan salvador de Dios. Dios tiene un plan sobre la historia humana, que el Siervo de Yahvé lleva obedientemente hacia adelante, pero que el mundo no puede tolerar. Al perseguir al inocente, el mundo manifiesta su pecado. El mundo no se acepta pecador, pero —más que ningún otro— el dolor del justo injustamente perseguido hace patente el pecado del mundo. Por decirlo así, el dolor del Siervo de Yahvé es como el colorante que inequívocamente vuelve visible ese virus del mundo que es el pecado.
Frecuentemente, la figura bíblica del Siervo de Yahvé queda desvirtuada en formas aberrantes, como la resignación pasiva, enfermiza, carente de compromiso. La actitud del Siervo de Yahvé no es esta resignación enfermiza. El Siervo asume el compromiso de promover entre los hombres la justicia y el derecho, y rechaza claramente el camino de la violencia. Considera absolutamente beneficioso para el mundo romper en todo momento el círculo infernal de la misma, a cualquier precio. El Siervo es un hombre pobre, nómada de alma, sin intereses que defender superiores a la misión que procede de Dios. El Siervo es profundamente libre con respecto al mundo, profundamente esclavo de la voluntad de Dios. La historia de los profetas, servidores de Yahvé, muestra hasta qué punto la Palabra de Dios, viva y eficaz, puede comprometer a un hombre.