La vida humana no valdría la pena sin la afectividad. Los buenos sentimientos colorean la vida del hombre. La afectividad es una de las características que avalora la vida humana, que le da sabor y vitalidad. La alegría de vivir tiene que ver con todo ello, aunque no sólo dependa de ello.
Sin embargo, el querer de la persona, como observaremos, es superior a los meros sentimientos. Y esto con independencia de que el querer y los sentimientos sean convergentes o divergentes. Por eso, se ha dicho que la vida de una persona vale lo que valen sus amores. Luego, es el amor y no los sentimientos —aunque éstos estén implicados en su entramado— los que “ponen en valor” la vida de la persona.
el valor del “querer”
La persona sana se quiere a sí misma, quiere querer a los demás y quiere que la quieran. Ese querer de la voluntad no se agota en el mero sentimentalismo, sino que está abierto a la racionalidad. Los sentimientos cambian, mientras el querer permanece. El querer tiene vocación de eternidad; los sentimientos, en cambio, duran más o menos, incluso pueden permanecer, pero casi siempre en un contexto de cambio, que es lo que les caracteriza.
La vida no parece que sea sostenible sin un querer verdadero. Un querer que, a su manera, exige siempre la presencia y la coherencia de los sentimientos que le acompañan. La asociación, disociación o contraposición entre el querer y el sentir, es uno de los ámbitos donde suele hincar sus raíces la estructura dramática de la persona. En todo caso, es preciso reconocer que hay modos y maneras muy variadas de realizar o satisfacer esos afectos que tan necesarios son para la armonía del vivir humano.
gobernar los afectos
En lugar de temer o demonizar el mundo de los afectos —las pasiones humanas, el pathos de los clásicos—, lo que la persona tendría que hacer es aprender a gobernarlos, puesto que precisa de ellos, constituyen un ingrediente natural de su persona y con ellos ha de vivir. La “educación sentimental” parece estar ahora en alza, pero —hoy como ayer— el “analfabetismo afectivo” continúa.
Hoy son numerosas las personas que se quieren mal a sí mismas, hasta el punto de detestarse y rechazarse. A algunas de ellas lo que les sucede es que no se aceptan como son y, en consecuencia, no se aguantan a ellas mismas. A otras lo que les ha pasado es que tal vez alguien, a quien admiran, les ha hecho notar algún defecto físico o psíquico que ellas ignoraban, por lo que se sienten inferiores a los demás. En otras ocasiones, la persona ha sido alcanzada por las consecuencias de una torpeza, error o equivocación que cometió, y ha llegado a escandalizarse de sí misma. De repente, todo ha girado en su vida, hasta el punto de no reconocerse como la persona que era o creía ser. Su vida ha perdido espontaneidad y frescura; su vida se está transformando en un drama que la asfixia. Lo peor del caso, es que no entiende cómo esto le ha podido pasar a ella, por lo que tampoco acierta a salir de esa situación.
Lo común a todas ellas es que la imagen que tenían de sí mismas se ha hecho añicos y no saben, no quieren o no pueden recomponerla. En definitiva, son personas que no son capaces de perdonarse a sí mismas. Hasta que no se perdonen, tanto el autoconcepto como la autoestima tendrán un perfil muy bajo, lo que inevitablemente les hará sufrir. Sin perdón no es posible la aceptación de sí, y sin ésta no hay nada que estimar. Para aceptarse es preciso percibirse a sí mismo como “puesto en un cierto valor”; el que sea. Se acepta sólo lo que vale.
querer y ser queridos
Consideremos ahora las otras dimensiones de la afectividad, a las que se ha aludido. Las personas quieren querer y quieren ser queridas. Sin embargo, desconocen qué han de hacer para lograr lo uno y lo otro y, de hecho, es hoy frecuente que no encuentren a las personas a las que querer y que les quieran. Esto forma parte –y parte importante- del actual drama humano de muchos jóvenes, adultos y ancianos.
Si se les pide que hagan un balance entre “querer” y “ser querido” y elijan uno sólo de ellos como emblema de sus vidas, renunciando al otro, muchos de ellos elegirían el segundo término de esta artificial oposición, es decir, optarían por ser queridos. Esto pone de manifiesto uno de los conflictos afectivos con los que algunas personas han de habérselas, en alguna etapa de sus vidas.
La inclinación por tal opción desvela, en algunos casos, una relativa inmadurez, de la que no hay porqué preocuparse, porque suele superarse con el tiempo. Pero en otros, puede llegar a constituir un excelente indicador de “dependencia afectiva” o de “personalidad narcisista”, dos formas infelices de estar en el mundo, como consecuencia de un anómalo desarrollo de la afectividad. Las aspiración a sólo “ser querido”, sin atreverse a”querer”, constituye un regreso a la infancia, que es impropio de una persona madura. Es más perfecto y propio de la persona “querer” y “ser querido” y, además, sin llevar contabilidad alguna en esta materia.
rechazo del afecto
En otras personas el conflicto afectivo más frecuente consiste en que “no se dejan querer”. Hay personas que quieren ser queridas, pero con tal de que no se note. De aquí que ante las expresiones o manifestaciones de cariño de quienes les quieren se tornen huidizas, herméticas y esquivas. Suele ocurrir en personas tímidas o excesivamente introvertidas, que tal vez experimenten una extraña vergüenza ante esas manifestaciones, por considerarlas quizás demasiado tiernas e íntimas. Tienen miedo del “qué dirán”. Por eso, nunca las toleran en público y responden a ellas con gestos ariscos y desabridos para evitarlas. Pero este modo de comportarse es compatible con las personas muy sentimentales, que experimentan una acusada necesidad de afecto.
Es conveniente enseñarles a dejarse querer, es decir, a aceptar las manifestaciones de afecto de quienes están cerca de ellos; incluso a querer esas mismas manifestaciones. Rechazar o huir del afecto de los demás en modo alguno es un signo de fortaleza; más bien es manifestación de un comportamiento poco natural, de una afectividad tal vez reprimida en exceso, aunque se ignore cuál sea su causa.
plenitud del querer
Una persona que se deja querer manifiesta la naturalidad, sencillez y espontaneidad que son las más apropiadas para el homo humanus. Dejarse querer es aceptar el querer de la voluntad de otra persona y, por tanto, una forma de querer a esa persona, es decir, querer su querer, sentir su sentir, sentir su querer y querer su sentir, consentir en su sentir, co-sentir con ella e identificarse con ella.
Una persona se deja querer cuando está con-forme (con la misma forma) con lo que la otra quiere. Estar con-forme con otra persona es participar en la misma forma de su querer, es decir, estar conforme con su voluntad. La forma de quererle se identifica así con el hecho de aceptar su querer y sólo por eso se identifican las dos voluntades. Se llega así a la plenitud del querer, en el que una persona puede decir a otra: “lo que tú quieres para mí es lo que yo quiero para mí, con independencia de lo que pueda sentir, porque quiero lo que tú quieres. Tu voluntad y la mía no son dos sino una, porque ambas están con-formadas (tienen la misma forma), y son conformes (están de acuerdo y se identifican): por eso son dos voluntades en una sola”.
inundaciones afectivas
Estudiemos ahora el problema del emotivismo. No es infrecuente hoy que se entienda el amor como emotivismo. En ese caso, el amor es sustituido por manifestaciones de cariño y ternura, tan ostentosas como epidérmicas, que no hincan sus raíces en el corazón de la persona. Estas “inundaciones afectivas” no son efectivas, porque carecen del necesario fundamento y, en consecuencia, pasan por las vidas de las personas de forma fugaz, instantánea y trivial.
Ese exceso —no de afecto sino de afección superficial— bloquea y asfixia la imaginación hasta desvitalizarla. Acaso por ello, quien así se comporta pierde la prontitud y agudeza necesarias para dejarse sorprender. La vida deja de ser sorpresa y la persona deja de sorprenderse como consecuencia de la hartura que produce el embotamiento de la afectividad. Surge así, como dice el Profesor Llano, la apatía (apatheia), el pasotismo, la ausencia de vibración, la pérdida del espíritu de aventura, mientras se desvanecen y extinguen los nobles ideales concebidos durante la etapa adolescente.
El emotivismo es una actitud contraria a la apertura de la afectividad. El emotivismo es sólo un modo aparente de sentir-sin-abrirse, que ni satisface ni sacia porque sólo recibe y no da nada a nadie. La defensa de la afectividad hay que hacerla hoy desde otro lugar: desde la mar adentro, donde las personas se encuentran en la aventura, la soledad, la alegría y el sufrimiento, la sorpresa y el desvalimiento, circunstancias todas ellas mucho más humanas y auténticas.
personas empobrecidas
No sentir o no padecer —no querer sentir o no querer padecer— constituyen un empobrecimiento para la persona, la imposibilidad de llegar a ser quien se es, la mutilación de la afectividad que desnaturaliza al propio yo.
Desde luego, es mejor sentir que ser impasible. Cuando una persona ni siente ni padece es porque ha asentado su corazón en la indiferencia afectiva. Pero no acaba aquí la cosa. Es mejor aún querer que sentir. La persona quiere cuando abre su intimidad y se da a otra. En cambio, alimentarse sólo de las emociones es compatible con estar replegado y cerrarse al otro.
El emotivismo es la negación de la afectividad. El emotivismo se repliega en la afectividad de sí para sí, sin compartirla con el otro. El otro deviene en el medio a cuyo través la afectividad es momentáneamente satisfecha en su superficialidad, pero sin que el otro ocupe el centro de su corazón.
Quien busca el emotivismo sólo a sí mismo se busca. La persona emotivista es un ser “tomante” que nada da de sí, que no comparte nada, que se aísla en su menesteroso corazón necesitado, que no se abre a la relación y al encuentro con nadie porque, sencillamente, es un ser sólo demandante. Cualquier otra persona es, por definición, excluida y desterrada de su vida.
Sin embargo, la afectividad humana es sobre todo relación, presencia del otro, apertura, encuentro, diálogo, compromiso, es decir, salida arriesgada de sí para regalarse y perderse en el otro.
ego en grado sumo
El emotivismo genera dependencia, porque la afectividad y las pasiones crean una sutil adicción, al que suele añadirse un síndrome de abstinencia: la resaca que deja tras de sí el hecho de que aquello se rompa y deje de recibir el afecto que demandaba. En realidad, aquí no se ha dado una relación personal porque las personas no se han encontrado. Lo que ha sucedido, sencillamente, es que una persona se ha servido de otra y, por el momento, nada más.
En el emotivismo están ausentes ciertas características del amor humano como la admiración, la compasión, el agradecimiento, la generosidad, el sacrificio, la solidaridad, la búsqueda del bien del otro, el cuidado, la alegría, la piedad, la aceptación total e incondicionada del otro, la complicidad, la misericordia, etc., es decir, la perfecta y total donación de sí que se manifiesta en ese grandioso encadenamiento de actos virtuosos.
La persona afectada por el emotivismo, en cambio, se mueve sólo por “razones” de conveniencia («esto me conviene o interesa«) y de gusto o apetencia («esto me apetece o me gusta«). Por una u otra vía, lo que pone en marcha el motor de las decisiones humanas es el encendido de las emociones inmediatas. Pero esas emociones, cargadas de sensaciones, están vacías de afectividad porque no comparece en el hondón del corazón humano el compromiso con el otro.
Se pueda vivir en el emotivismo, simultáneamente que el corazón humano no late, está en huelga, no sale de sí al encuentro del otro, no quiere y, precisamente por eso, se encuentra solo y vacío. Esta “huelga del corazón” -de los corazones- es una de las claves que ayudan a entender algunos de los problemas humanos de nuestro tiempo.
del corazón al sentimiento
Giussani ha descrito magistralmente el emotivismo y sus trayectorias enajenantes, a causa de los tres graves reduccionismos de la razón (la sustitución del Acontecimiento por la ideología; la reducción del signo a apariencia; y la reducción del corazón a sentimiento). Estudiemos este último, que es el que aquí y ahora nos importa.
“Tomamos al sentimiento, en vez del corazón, como motor último, como razón última de nuestro actuar —escribe Giussani—. ¿Qué quiere decir esto? Nuestra responsabilidad se vuelve irresponsable precisamente porque hacemos prevalecer el uso del sentimiento sobre el corazón, reduciendo el concepto de corazón a sentimiento. En cambio, el corazón representa y actúa como el factor fundamental de la personalidad humana; el sentimiento no, porque el sentimiento, si actúa él solo, lo hace por reacción. En el fondo, el sentimiento es algo animal (…). El corazón indica la unidad de sentimiento y razón. Esto implica un concepto de razón no cerrada, una razón en toda la amplitud de sus posibilidades: la razón no puede actuar sin eso que se llama afecto. El corazón –como razón y afectividad- es la condición para que la razón se ejerza sanamente. La condición para que la razón sea razón es que la revista la afectividad y, de esta manera, mueva al hombre entero”.