«En aquel tiempo, Jesús y los discípulos volvieron a Jerusalén y, mientras paseaba por el templo, se le acercaron los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos y le preguntaron: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?”. Jesús les respondió: “Os voy a hacer una pregunta y, si me contestáis, os diré con qué autoridad hago esto: El bautismo de Juan ¿era cosa de Dios o de los hombres? Contestadme”. Se pusieron a deliberar: “Si decimos que es de Dios, dirá: ‘¿Y por qué no le habéis creído?’. Pero como digamos que es de los hombres… “ (Temían a la gente, porque todo el mundo estaba convencido de que Juan era un profeta). Y respondieron a Jesús: “No sabemos”. Jesús les replicó: “Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto”». (Mc 11, 27-33)
Poco antes de este episodio Jesús acababa de expulsar a los vendedores del templo provocando la irritación de los sumos sacerdotes y escribas, porque en el fondo estos habían entendido que el texto de Jr 7,11 (“cueva de bandidos”) iba dirigido a ellos principalmente. Este apóstrofe vino a alimentar aún más el odio que venían acumulando contra Jesús, y por ahí no podían ni querían pasar. Al calmarse el jaleo causado con este suceso, “cuando atardeció, salieron de la ciudad” (Mc 11,19). Por eso el evangelio de hoy comienza diciendo que “volvieron a Jerusalén”. Parece que al Señor no le importa meterse solito en la boca del lobo, porque sin ninguna prevención ni precaución “se paseaba por el templo”, ocasión que no desaprovecharon los ofendidísimos “sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos”, para abordarlo directamente y, más que pedirle explicaciones —que fue el pretexto para enrostrarlo—, le piden con cara de buenecitos, como si no hubieran roto un plato en su vida, que les aclare “con qué autoridad haces esto”.
El término autoridad (exousía), que por tres veces aparece aquí en esta perícopa, ya tiene una remembranza en la primera página del evangelio de Marcos: “estaban asombrados de su enseñanza (en la sinagoga de Cafarnaún), porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas (1,22). Esta es la diferencia de Jesús con sus interlocutores, esta es la diferencia de su señorío con la esclavitud de la letra de la ley, que hipócritamente imponían sus adversarios y no cumplían: “Haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen” (Mt 23,3). Esta autoridad, ese señorío de Cristo le permite hablar con parresía, es decir, con libertad y valentía frente a las autoridades constituidas, detentoras de una religión externa, denunciando su falsedad e hipocresía, no precisamente para destruirlas, sino para regenerarlas y salvarlas también.
San Marcos sabe que, en el plan de su narración evangélica, se acerca al desenlace violento de la pasión, y pone sobre el tapete toda una batería de conflictos doctrinales con los sumos sacerdotes, los fariseos, los escribas y esos ancianos; son los seis siguientes: además del episodio de hoy, está la parábola de los viñadores homicidas, la capciosa cuestión sobre el tributo al César, el debate con los saduceos que no creen en la resurrección, la respuesta al escriba que le interroga sobre el principal mandamiento y la enseñanza sobre la relación entre el Mesías y David, clarificando la doctrina de los escribas.
Durante varios días llevo preguntándome quiénes eran aquellos “ancianos” que la tenían tomada y jurada contra Jesús. En seguida me ha venido a la mente el otro episodio de la mujer adúltera, dispuestos todos a apedrearla y, ante la palabra misericordiosa del Rabí por excelencia, todos se escabulleron, empezando por los más viejos (ver Jn 8,1-11). El refranero español no se muerde la lengua cuando sentencia que “cuanto más viejo, más pellejo”, esto es, más se le acentúan al hombre los defectos y, con la suma de los años, se vuelve más pícaro y atrevido como si fuera un desvergonzado adolescente… (Bien es verdad que el mismo refranero está plagado de dichos que resaltan la excelencia de la senectud y no digamos la Sagrada Escritura; pero aquí es distinto). Y si no, mucho antes que el citado episodio de la adúltera, podemos recordar la impúdica perversión de aquellos dos ancianos jueces que se abrasaron en sus deseos lujuriosos (ver Dan 13,1-9). Pero mucho más grave era la actitud de aquellos ancianos, vinculados con el Sanedrín, es decir, algunos fariseos, saduceos y escribas que peinaban canas y se acariciaban sus luengas y blancas barbas…: su pecado era el de aquellos que tienen el colmillo retorcido, aquellos contra los que se despacha a gusto San Mateo en su capítulo 23.
Si la pregunta que le hacen a Jesús está hecha con toda la habilidad de los sofistas de este mundo para hacerlo caer en una trampa, con mucha y más santa sabiduría y finísima oratoria les hace otra pregunta Jesús, a su vez, de modo que quedan desarmados y condenados, respondan lo que respondan. “No sabemos”, le salen por peteneras. Algunos exegetas han querido poner en boca de Jesús una respuesta así: “Tampoco yo quiero deciros con qué autoridad hago estas cosas”; es decir, vosotros sabéis la respuesta, pero no me queréis responder porque las consecuencias os son nefastas; por eso yo tampoco quiero responderos. Pero no nos importa ahora eso: ha habido muchos sabios retóricos en la Historia (Demóstenes, Cicerón, Bossuet, Churchill…), pero sabio como Jesús de Nazaret, ninguno: el Rhetor (el orador o maestro de la retórica) más elocuente, porque es el Verbo de Dios, la única y toda la Palabra de Dios Padre.
Por otra parte, me preocupa y me causa santo temor de Dios pensar que yo y quien me lee pueda ser uno de aquellos “ancianos”… Y no se necesita tener muchos años para serlo, pues hay cantidad de jóvenes que son ya viejos… Dios mío, viejo o joven, déjame compartir contigo el prólogo de tu pasión para llegar al epílogo de resucitar contigo.
Jesús Esteban Barranco