«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos. Os digo, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ello» (San Mateo 18, 15-20).
COMENTARIO
El Evangelio de hoy habla de la corrección fraterna, y nos invita a reflexionar sobre la doble dimensión de la existencia cristiana: la comunitaria, que exige la protección de la comunión, es decir de la Iglesia, y la personal, que requiere la atención y el respeto de cada conciencia individual. Para corregir al hermano que se ha equivocado, Jesús sugiere una pedagogía de reparación. Y siempre la pedagogía de Jesús es pedagogía de la recuperación, Él siempre busca recuperar, salvar.
La liturgia de la Palabra de este miércoles nos pone frente a un tema de especial relevancia hoy para la Iglesia: su misión educadora y su responsabilidad en la tarea de iluminar la conducta moral de las personas a la luz del Evangelio. Se trata de la tarea de educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio. Se trata de un tema que nos atañe a todos, porque cada discípulo confiesa que Jesús es el Señor y está llamado a crecer en la adhesión a él, dando y recibiendo ayuda de la gran compañía de los hermanos en la fe. Ahora bien, es importante señalar cómo en la noción bíblica de educación (Mûsar, Paideia), significa instruir por medio de la corrección, implica, pues, una atención especial a los niños, a los muchachos y a los jóvenes, y pone de relieve la tarea que corresponde ante todo a la familia como ámbito originario y primario de la transmisión de la fe y de los valores humanos como ya nos recordó el Concilio en la Declaración Gravissimus educationis al decir que «los padres que han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos» (n. 3).
Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio, quiere decir ayudar a nuestros hermanos, o mejor, ayudarnos mutuamente a entablar una relación viva con Cristo y con el Padre. Esta ha sido desde el inicio la tarea fundamental de la Iglesia, como comunidad de los creyentes, de los discípulos y de los amigos de Jesús. Como nos enseña la experiencia diaria —lo sabemos todos—, educar en la fe hoy no es una empresa fácil. En realidad, hoy cualquier labor de educación parece cada vez más ardua y precaria. Por eso, se habla de una gran «emergencia educativa«, de la creciente dificultad que se encuentra para transmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento, dificultad que existe tanto en la escuela como en la familia, y se puede decir que en todos los demás organismos que tienen finalidades educativas. Y, en gran medida, se debe a la ausencia de una adecuada pedagogía de la corrección en el seno de las familias y en los ámbitos educativos de nuestra sociedad.
Podemos añadir que se trata de una emergencia inevitable: en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tienen el relativismo como su propio credo —el relativismo se ha convertido en una especie de dogma—, falta la luz de la verdad, más aún, se considera peligroso hablar de verdad, se considera «autoritario», y se acaba por dudar de la bondad de la vida —¿es un bien ser hombre?, ¿es un bien vivir? — y de la validez de las relaciones y de los compromisos que constituyen la vida. Entonces, ¿cómo proponer a los más jóvenes y transmitir de generación en generación algo válido y cierto, reglas de vida, un auténtico sentido y objetivos convincentes para la existencia humana, sea como personas sea como comunidades?
La Palabra de Dios nos recuerda hoy que estamos llamados a ser «centinelas» de la verdad sobre el hombre, «pastores del ser». No podemos claudicar ni desertar de nuestra primera obligación: CORREGIR al hermano/a cuando actúa y se comporta mal, es un forma de caridad como pide el salmista: “Que el justo me golpee, que el bueno me reprenda” (141, 5), por amor, tal y como Dios Padre nos corrige a sus hijos: “porque el Señor reprende a los que ama | y castiga a sus hijos preferidos. Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿Qué padre no corrige a sus hijos? Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, es que sois bastardos y no hijos. Ciertamente tuvimos por educadores a nuestros padres carnales y los respetábamos; ¿con cuánta más razón nos sujetaremos al Padre de nuestro espíritu, y así viviremos? Porque aquellos nos educaban para breve tiempo, según sus luces; Dios, en cambio, para nuestro bien, para que participemos de su santidad. Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella” (Hb 6, 6-11). Aprendamos con humildad a dejarnos corregir, todo aquel que nos corrige es nuestro hermano/a y nos quiere y todo aquel que nos adula es nuestro enemigo. ¡Abracémonos a la corrección y huyamos de toda adulación!