El salmista muestra la fe del hombre fiel que, en cualquier circunstancia de su vida, y pase lo que pase, alaba al Señor. Esto es posible porque sabe que los hombres no pueden salvar, pues ya ha hecho la experiencia de haber confiado en los príncipes de este mundo —en el dinero, en el prestigio, en la cultura, en el sexo, etc.— y ha visto que sus planes fracasan, que son humo, que todo vuelve al polvo y las fantasías de felicidad quedan frustradas. ¡Todo eso ha sido vano!
¡Aleluya!
Alaba, alma mía, al Señor:
alabaré al Señor mientras viva,
tañeré para mi Dios mientras exista.
No confiéis en los príncipes,
seres de polvo que no pueden salvar;
exhalan el espíritu y vuelven al polvo,
ese día perecen sus planes.
Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob,
el que espera en el Señor, su Dios,
que hizo el cielo y la tierra,
el mar y cuanto hay en él;
que mantiene su fidelidad perpetuamente,
que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos,
el Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos.
El Señor guarda a los peregrinos,
sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad.
¡Aleluya!
Por eso, dichoso el que espera en Dios, aunque tantas cosas de su vida no las entienda, aunque sus hijos no son como hubiera deseado, aunque no se sienta comprendido por su cónyuge, aunque no se le considere en el trabajo, aunque no gane el dinero que quisiera, etc.; pues confía en que todo lo que le ocurre es lo mejor: sabe que el Señor, si ha hecho el cielo, la tierra, el mar, ¿cómo no va a saber lo que le conviene a su criatura?
Él mantiene su fidelidad eternamente, no se cansa de nosotros; y hace justicia a los oprimidos, a nosotros oprimidos bajo el poder del Padre de la Mentira; da pan a los hambrientos, alimentándonos con su Palabra, que es la única que sacia; liberta a los cautivos, nos libera de nuestras esclavitudes; abre los ojos al ciego, permitiéndonos ver su amor; endereza a los que se doblan, cuando perdemos el ánimo… Estas doce afirmaciones que hace el salmista muestran la perfección de Dios, la inmensidad de su mirada que abarca a todos los que en él confían, pues nada escapa a su misericordia.
A veces, tenemos de nuevo la tentación de confiar en los poderosos y hacernos esclavos suyos, adoptando sus criterios y sus “verdades”, basadas en el egoísmo y en la maldad; nos dejamos arrastrar para morder el polvo, para volver al polvo. Volver al polvo es regresar al adam originario, a la tierra, a la materia, al instinto, al yo. Pero ni siquiera entonces nos deja el Señor, que nos envía el Salvador definitivo, el segundo Adán: Cristo. Él es el que verdaderamente confía en el Padre “…no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).
El hombre es frágil y efímero, sometido a las tentaciones diarias que el maligno le pone en medio de los sufrimientos de cada día: “¿Dónde está tu Dios?” (Sal 42,4). ¿Dónde está ese Dios que permite que te ocurran esas cosas? La humildad nos aboga a esperar en Dios y la fe nos otorga a su tiempo la sabiduría.
Este salmo recuerda el espíritu de las Bienaventuranzas, donde el humilde y el manso reposan su confianza en Dios, descansan en el Señor y encuentran alivio y sosiego para su dolor. Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob.
Nuestros planes son vanidad; nuestros deseos, vanidad; nuestras fantasías, vanidad; nuestra razón engreída, vanidad… (cfr. Qo 1,2ss.).
Pero el Señor reina eternamente, a lo largo de la Historia, de generación en generación… Todo acabará, todo este mundo pasará, pero la Palabra de Dios perdurará para siempre.