«En aquella ocasión, se acercaron unos fariseos a decirle: “Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte”. Él contestó: “Id a decirle a ese zorro: «Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término». Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa se os quedará vacía. Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: «Bendito el que viene en nombre del Señor”». (Lc 13, 31-35)
“¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido”. Jesús se lamenta del rechazo de su pueblo al reino de Dios que él viene a establecer. El Antiguo Testamento había hablado de muchas maneras del amor y la misericordia de Dios hacia Israel. Las imágenes de Dios como Padre bueno o como esposo fiel o como pastor abnegado y generoso insistían de manera gráfica en esa idea, con objeto de grabar en el corazón de los hombres y mujeres de Israel la fidelidad y la cercanía de Dios.
En el evangelio de hoy Jesús insiste en esa misma idea a través de la tierna imagen de la gallina y sus polluelos, capaz de conmover hasta a la persona más dura de corazón. Pero el lamento del Señor no proviene solo del rechazo explícito de Dios por parte de algunos, sino también de la insensibilidad de quienes deberían caer más en la cuenta de la cercanía de Dios y viven, por el contrario, al margen de su presencia, como si no existiera.
El Señor está cerca. Pasa a nuestro lado a menudo, a través de las circunstancias más comunes de la vida familiar, del trabajo, de las relaciones sociales y, por supuesto, cuando nos recogemos para orar. Jesús pasa cerca y nos ofrece su afecto y su apoyo. Está continuamente llamando a la puerta de tu corazón y del mío. Está empeñado en llenarnos de fe, amor y esperanza, al mismo tiempo que nos susurra lo que desea de nosotros en cada momento porque nos quiere felices trabajando por el reino de Dios. ¿No es verdad que a veces somos insensibles a su presencia y queremos sacar las cosas adelante nosotros solos?
Fue común entre los primeros cristianos representar la esperanza a través de la imagen de un ancla. De ese modo querían significar que —independientemente de las circunstancias cambiantes de la existencia humana— la seguridad del cristiano está en Jesucristo, que está en el cielo sentado a la derecha de Dios Padre, intercediendo continuamente por nosotros a través de su Espíritu.
Reconozcamos la cercanía de Jesús. Vayamos con frecuencia al sagrario de la iglesia más cercana, o al menos acerquémonos allí muchas veces con el corazón. Esas visitas son un modo estupendo de agradecer la proximidad de Dios, de sentir su ternura, de llenarnos de esperanza. Nos dice el Beato Juan Pablo II: “¡Jesús no es una idea, ni un sentimiento ni un recuerdo!; Jesús es una «persona» siempre viva y presente entre nosotros! Amad a Jesús presente en la Eucaristía. (…) Viene a nosotros en la santa comunión y queda presente en los sagrarios de nuestras iglesias, porque Él es nuestro amigo, es el amigo de todos…” (Audiencia general, 8-11-1978).
Y nos recuerda también San Josemaría: “¡Jesús se ha quedado en la Hostia Santa por nosotros!: para permanecer a nuestro lado, para sostenernos, para guiamos. Y amor únicamente con amor se paga. ¿Cómo no habremos de acudir al Sagrario, cada día, aunque solo sea por unos minutos, para llevarle nuestro saludo y nuestro amor de hijos y de hermanos?” (Surco, 686).
Juan Alonso