«En aquel tiempo, Jesús se puso a enseñar otra vez junto al lago. Acudió un gentío tan enorme que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y el gentío se quedó en la orilla. Les enseñó mucho rato con parábolas, como él solía enseñar: “Escuchad: Salió el sembrador a sembrar; al sembrar, algo cayó al borde del camino, vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra; como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y, por falta de raíz, se secó. Otro poco cayó entre zarzas; las zarzas crecieron, lo ahogaron, y no dio grano. El resto cayó en tierra buena: nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento por uno”. Y añadió: “El que tenga oídos para oír, que oiga”. Cuando se quedó solo, los que estaban alrededor y los Doce le preguntaban el sentido de las parábolas. Él les dijo: “A vosotros se os han comunicado los secretos del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta en parábolas, para que ‘por más que miren, no vean, por más que oigan, no entiendan, no sea que se conviertan y los perdonen’”. Y añadió: “¿No entendéis esta parábola? ¿Pues, cómo vais a entender las demás? El sembrador siembra la palabra. Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero, en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Hay otros que reciben la simiente como terreno pedregoso; al escucharla, la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son inconstantes y, cuando viene una dificultad o persecución por la palabra, en seguida sucumben. Hay otros que reciben la simiente entre zarzas; estos son los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda estéril. Los otros son los que reciben la simiente en tierra buena; escuchan la palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por uno”». (Mc 4,1-20)
La parábola del sembrador, en San Marcos, se abre con un mandato clave: “Escuchad”. Resuena el “Escucha, pues, Israel; cuida de practicar lo que te hará feliz” (Dt 6 3). Y se cierra con el tajante y enigmático “¡Quién tenga oídos para oír, que oiga!”.
Es muy significativo el proceso de aclaración de esta parábola que nos sabemos de memoria, pero que quizá no la hemos “escuchado” nunca.
El primer elemento es la soledad; todo empieza cuando la muchedumbre se ha disipado, porque “cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle” (Mc 3 10). El segundo elemento es la communio, la comunión con la Iglesia apostólica: los que se atreven a pedir al Maestro que les explique la parábola no son todos los que seguían en su compañía, sino tan solo “los que le seguían a una con los Doce”. Había una gran multitud que se había esfumado después de los milagros. Permanecían los Doce, pero también algunos que seguían a Jesús “a una” con los apóstoles. A ellos Jesús les hace tomar consciencia de su singular responsabilidad. “A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas” (Mc 4 11), con los efectos de esterilidad profetizados por Isaías (Is 6 9-10). El tercer elemento es el carácter de llave maestra que tiene este relato: “¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo, entonces, comprenderéis todas la parábolas?” Es dramático pensar que sin comprender eésta se nos escapan “todas” las parábolas. El cuarto elemento es que el Señor, por el testimonio recogido por el evangelista, condescendientemente nos explica su significado y protagonistas.
A la base está el misterio del origen. Entonces —igual que ahora— todo es Génesis, todo es Genética, todo busca la explicación inicial, a la que la semilla alude y esconde. La semilla remite al origen. En verdad nada sabemos si desconocemos el inicio. La Biblia y el Evangelio de San Juan arrancan con estas mismas palabras “En el principio”. Esta parábola-clave también nos lleva al principio porque nos presenta a la Palabra, a Él mismo.
Una “semilla” se nos presenta ante los ojos como algo que es en sí mismo irreductible y misteriosamente capaz de generar vida, vida nueva y vida futura, porque los nuevos frutos serán a su vez, indefinidamente, nueva semilla. No nos cansaremos nunca de admirar el prodigio —la potencialidad— que contiene una “semilla”.
La verdadera semilla, el origen de todo es la Palabra, Jesucristo. El sembrador, por tanto, es el Padre, que por su voluntad divina generosamente nos ha dado a su Hijo, por quien todo fue hecho.
Pero está Satanás, que es muy capaz de llevarse muy rápidamente la Palabra de los que están a lo largo del camino.
El Maestro que asombraba y espantaba a sus coetáneos, y a los hombres de nuestro tiempo, se refiere a tres ambientes hostiles; el camino, las piedras y los abrojos. En ese tipo de suelo la semilla no termina fructificando, pese a haber desarrollado expectativas de diverso grado.
En el camino lo que ocurre es que “las aves” no tienen ninguna dificultad en engullirlas. El camino es, en definitiva, por donde todos transitan. En las piedras, en cambio, las aves lo tienen más difícil. Las semillas pueden estar un cierto tiempo germinando, sin que “desde el aire” les ataquen. Pero lo que es en un principio su protección se convierte con el tiempo en su frustración. Son castillos que se convierten en prisiones. No arraiga la semilla pese a que “la recibieron con alegría”. Con la misma rapidez sucumben ante la tribulación o la persecución a causa de la Palabra; nos amenaza la inconstancia, el ardor no es garantía de nada.
Además, la semilla no está sola, hay quien le disputa el espacio: las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias. Estos abrojos son muy expansivos, “invaden y ahogan la Palabra y queda sin fruto”. El problema de los abrojos, no es una merma de productividad —alejarnos del 30 por uno—. La consecuencia terrible es la pérdida de la fe. El Señor nos advierte (ver Lc 21,34) que las preocupaciones nos hacen pesados nuestros corazones y que aquel día se nos presentará de improviso.
Sin fruto, la “escucha” ha desarrollado una planta más que se confunde con los abrojos. Por eso “por sus frutos los conoceréis”. Porque es posible un cosecha abundante (treinta por uno) inimaginable (sesenta por uno) o inexplicable (cien por uno). Los agricultores saben bien que tales “rendimientos” son fantasiosos. Pero tal es la multiplicación que la Fe en la Palabra es capaz de producir. Los Santos y los Mártires, los que atestiguan con su vida que existe la “otra vida” son capaces de multiplicarse y reproducirse asombrosamente. ¿Cómo viviríamos si sacásemos de la historia de la Humanidad y de la Iglesia, por citar algunos, a San Pablo, San Agustín, San Francisco de Asís, Santo Tomás de Aquino, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, la Madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II…? Sobrecoge lo que una sola persona, buena tierra, puede rendir.
“¡Quien tenga oídos para oír, que oiga!”.
Francisco Jiménez Ambel