«En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: “Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió a sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: ‘Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia’. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”. Le contestaron: “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos”. Y Jesús les dice: “¿No habéis leído nunca en la Escritura: ‘La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente’? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”». (Mt 21,33-43)
Llegado el tiempo de la vendimia, vuelve el Señor a visitarnos para recibir sus frutos, los frutos que le correspondían. Nos visita por medio de los hermanos, de ese prójimo que es aquel que más molesta, aquel hermano insoportable que el Señor nos envía en su visita. Mas nosotros maltratamos a los hermanos, les matamos en nuestro corazón orgulloso y asesino, y matamos también al Hijo que viene a visitarnos —“mira que estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20). Él nos espera a la puerta, llama, en el hermano —“tuve hambre y me disteis de comer (Mt 25,35). Nos visita una y otra vez, todos los días, sin cansarse, sin desesperar de nosotros. Mas nosotros, como los vendimiadores homicidas, siempre hacemos lo mismo: matamos al Hijo, al heredero. Robamos la herencia del Padre, como el hijo pródigo, queremos hacer con la herencia lo que nos venga en gana, ser nosotros los dueños de la herencia, los conocedores del bien y del mal. Y ¿cuál ha sido la respuesta del Padre con nosotros, asesinos y ladrones?
La respuesta del Padre ha sido hacer morir de mala muerte a Jesucristo que ha ocupado el lugar que nos correspondía a nosotros; morir de mala muerte, crucificado como un malvado. Y este es el misterio inmenso del amor del Padre por ti y por mí, manifestado en Cristo Jesús: a nosotros, que habíamos despreciado la piedra angular que sostiene todo el universo, que la hemos desechado y arrojado lejos de nuestra vida, nos concede la gracia de renacer de nuevo —“mirad que hago nuevas todas las cosas (Ap 21,5)—, de edificar nuestra vida sobre roca, sobre esta piedra angular, sobre Cristo, el Siervo de Yavhé.
Pero nosotros no somos los dueños de nada, y mucho menos de la viña, y el dueño de la viña puede arrebatarnos cuando quiera el Reino de Dios y dárselo a un pueblo agradecido que produzca sus frutos.
Javier Alba