Las presentes catequesis sobre el Sacramento del Matrimonio de San Juan Pablo II, son luz para una época carente de referencias a la antropología bíblica, sin la cual el hombre no tiene otro recurso para su autoconocimiento que un
- racionalismo que no consigue ofrecernos del hombre más que una radiografía sin alma, o un
- naturalismo reductivo, donde la humanidad queda reducida a hacer parte de los animalia, como lo presenta la película
El hombre primordial (ish-isha), seducido por el demonio (Gn 3, 4-7), ha sido impulsado a adherir a las ideologías sin Dios que lo excluyen de la comunión con el otro, lo alienan de su identidad libre y responsable, dejándole en soledad sin Dios, ni nadie.
Además, las filosofías cartesianas del sujeto como ser pensante, auto referencial, han mostrado sus carencias ontológicas. Edith Stein, consciente de la dimensión personal y comunitaria, dentro del ámbito de la antropología personalista y fenomenológica, ha presentado al hombre comunitario, no desde la perspectiva de un ‘nosotros’ abstracto, anónimo, intelectual, sino desde el ‘ser triada’, en su referencia a un padre, una madre (hijo), un esposo-esposa, concretos e históricos, sin reparos en considerar el extraordinario potencial de la gracia creacional y redentora como elementos para entender al hombre.[1]
La teología del cuerpo de Wojtyla es un complemento que profundiza aquella primera intuición steiniana, al ver el hombre desde la perspectiva del amor, en la trama fraterna como ser que se recibe de Dios y se da a Dios y en relación con el otro que es don de Dios para mí, al tiempo que don de sí mismo a mí, un ser ‘personal en comunión’ que toma conciencia del ‘propio yo’ en la epifanía del ‘yo del otro’: ish-isha, esposo-esposa, padre-madre, hijo-hija, hermano-hermana. En esta secuencia precisa que expresa ontológica y existencialmente lo que decía Juan Pablo II a las Familias del Camino Neocatecumenal:
Familia en misión, Trinidad en misión.
Sin pasar por alto los conflictos, ni hacer la economía de la incapacidad de amar, ni negar la imposibilidad de pasar al otro, que toda vida en común, del hombre histórico precisado de redención, conlleva.
Para comprender el signo sacramental del matrimonio, el Papa Juan Pablo II analiza el Cantar de los Cantares, en donde descubre el lenguaje que expresa el Amor del hombre, engendrado por el corazón. Un lenguaje que pertenece a la teología del cuerpo, a su profecía de la verdad. Leyendo estas palabras del Papa, entendemos a Israel, en sus comentarios rabínicos al Cantar de los Cantares, cuando rehúsa aceptar una lectura del Cántico de un erotismo burdo, o una reducción a un misticismo desencarnado.
El simbolismo que encierra el lenguaje poético, es más adecuado para expresar la empatía de la communio personarum. En estas catequesis, Juan Pablo II, como creyente y fenomenólogo personalista, se adentra en la revelación bíblica que describe el encuentro-descubrimiento de dos personas que se reconocen en el Amor, que se expresan mediante el lenguaje profético del cuerpo, conscientes de una corporeidad que revela la Verdad de su ser personas.
Ante la experiencia de la soledad del hombre, Dios provee una compañera, una ayuda semejante, otro yo personal que es parte de sí mismo, no creado por él sino recibido de Dios.
Mi amado es mío, y yo de mi amado.[2]
La revelación dice:
Me has enamorado, hermana y novia mía, / me has enamorado con una sola de tus miradas, / con una vuelta de tu collar./ ¡Que bellos tus amores, hermana y novia mía… (Cant. 4, 9-10).
De estas palabras emerge que:
Es de importancia esencial para la teología del cuerpo -y en este caso para la teología del signo sacramental del matrimonio- saber qué es el «tú» femenino para el «yo» masculino y viceversa.
¡Toda hermosa eres, amada mía, hermana mía, esposa. (Cant 4, 7.9).
El apelativo “hermana” manifiesta cómo el amor revela al otro, al tiempo que revela el hombre a sí mismo.
Con el apelativo ‘amada’ – la presencia de otro yo junto al yo del esposo del Cantar – se expresa un particular acercamiento sentido y experimentado como fuerza interiormente unificante. El hecho de que en este acercamiento el «yo» femenino se revele para el esposo como hermana -y que precisamente como hermana sea esposa- tiene una elocuencia particular.
La expresión «hermana» habla de la unión en la humanidad y, a la vez, de la diversidad y originalidad femenina de la misma con relación no sólo al sexo, sino al mismo modo de «ser persona», que quiere decir tanto «ser sujeto» como «estar en relación». El término «hermana» parece expresar, del modo más sencillo, la subjetividad del «yo» femenino en la relación personal con el hombre, estos es, en su apertura hacia los otros, que son entendidos y percibidos como hermanos. La «hermana», en cierto sentido, ayuda al hombre a definirse y concebirse de este modo, constituyendo para él una especie de desafío en esta dirección. Cfr. Catequesis 110 &1-2.
Como si él y su mujer descendiesen del círculo de la misma familia, como si desde la infancia estuvieran unidos por los recuerdos del hogar común. De este modo se siente recíprocamente cercanos como hermano y hermana, que deben su existencia a la misma madre. De lo que se deduce un específico sentido de pertenencia común. El hecho de que se sientan hermano y hermana les permite vivir con seguridad la recíproca cercanía y manifestarla, encontrando apoyo en esto y sin temer el juicio inicuo de los otros hombres.
Las palabras del esposo, mediante el apelativo «hermana», tienden a reproducir, diría, la historia de la femineidad de la persona amada, la ven todavía en el tiempo de la infancia y abrazan todo su «yo», alma y cuerpo, con una ternura desinteresada. De aquí nace esa paz de la que habla la esposa. Se trata de la «paz del cuerpo», que en apariencia se asemeja al sueño «no vayáis a molestar, no despertéis al amor hasta que él quiera»[3].
“Esta sí que es huesos de mis huesos, y carne de mi carne. Ésta será llamada isha, porque del ish ha sido tomada.” (Gn 2,23) El primer Amor, de Dios al hombre, se refleja en el Amor del hombre a su mujer, la varona formada por el mismo Dios de la costilla de un varón profundamente dormido, plenamente inoperante porque implicado en un proceso de paz en el sueño, que hay que entender como:
La paz del encuentro en la humanidad como imagen de Dios, y el encuentro por medio de un don recíproco y desinteresado. (Cant 8, 10). «Yo seré para él mensajera de paz». (Cant 8, 10).
A esta trama fraterna de la gratuidad de la communio personarum, así descrita, le acompaña la trama del don de la intersubjetividad:
«Eres jardín cerrado, hermana y novia mía; / eres jardín cerrado, fuente sellada» (Cant 4, 12).
Las metáforas que acabamos de leer: «jardín cerrado, fuente sellada» revelan la presencia de otra visión del mismo «yo» femenino, dueño del propio misterio. Se puede decir que ambas metáforas expresan la dignidad personal de la mujer que, en cuanto sujeto espiritual se posee y puede decidir no sólo de la profundidad metafísica, sino también de la verdad esencial y de la autenticidad del don de sí, que tiende a la unión de la que habla el libro del Génesis.
La «hermana-esposa» es para el hombre dueña de su misterio como «jardín cerrado» y «fuente sellada». El «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad va junto con el descubrimiento de la inviolabilidad interior de la persona. Al mismo tiempo, precisamente este descubrimiento expresa la auténtica profundidad de la recíproca pertenencia de los esposos conscientes de pertenecerse mutuamente, de estar destinados el uno a la otra: «Mi amado es mío y yo soy suya» (Cant 2, 16; cf. 6, 3).
Esta conciencia de la recíproca pertenencia resuena sobre todo en boca de la esposa. En cierto sentido, ella responde con tales palabras a las del esposo con las que él (la) ha reconocido (como) dueña del propio misterio. Cuando la esposa dice: «Mi amado es mío», quiere decir, al mismo tiempo: es aquel a quien me entrego yo misma, y por esto dice: «y yo soy suya» (Cant 2, 16). Los adjetivos: «mío» y «mía» afirman aquí toda la profundidad de esa entrega, que corresponde a la verdad interior de la persona.
Corresponde además al significado nupcial de la femineidad en relación con el «yo» masculino, esto es, al «lenguaje del cuerpo» releído en la verdad de la dignidad personal.
El esposo pronuncia esta verdad con las metáforas del «jardín cerrado» y de la «fuente sellada». La esposa le responde con las palabras del don, es decir, de la entrega de sí misma. Como dueña de la propia opción dice: «Yo soy de mi amado». El Cantar de los Cantares pone de relieve sutilmente la verdad interior de esta respuesta. La libertad del don (de sí misma) es respuesta a la conciencia profunda del don expresada por las palabras del esposo. Mediante esta verdad y libertad se construye el amor, del que hay que afirmar que es amor auténtico. Catequesis 110 &4.
El Sacramento del Matrimonio en San Juan Pablo II. Catequesis 110 (30-V-84/3-VI-84).
[1] Stein. Edith, Natura, persona, mistica: per una ricerca cristiana della verita. Roma: Città Nuova. 19622; A mulher: sua missão segundo a natureza e a graça; Psicologia e scienze dello spirito: contributi per una fondazione filosófica. Roma: Città Nuova; La struttura della persona umana. Roma: Città Nuova. 1994;Introduzione alla filosofia. Roma: Città Nuova. 19912.
[2] BdJ. Cant. 2,16; 6,3. Otra trad., como en esta catequesis: y yo soy suya.
[3] “Que no despertéis ni desveléis a mi amor hasta que quiera.” BdJ: Cant. 3,5b