La catequesis 105, habla de La significación esponsal del cuerpo y la condición esponsal de la Alianza (12-I-83/16-I-83).
Analizamos ahora la sacramentalidad del matrimonio bajo el aspecto del signo.
Cuando afirmamos que en la estructura del matrimonio como signo sacramental, entra esencialmente también el «lenguaje del cuerpo», hacemos referencia a la larga tradición bíblica.
Basándose en esta larga tradición, – presente en Oseas, Ezequiel, Deutero-Isaías y en la Carta a los Efesios- es posible hablar de un específico «profetismo del cuerpo». Cfr. &1.
La analogía parece tener dos estratos.
*En el estrato primero y fundamental, los Profetas presentan la comparación de la Alianza establecida entre Dios e Israel, como un matrimonio (lo que nos permitirá también comprender el matrimonio mismo como una alianza entre marido y mujer) (Cf. Prov 2, 17; Mal 2, 14). En este caso la Alianza nace de la iniciativa de Dios, Señor de Israel. El hecho de que, como Creador y Señor, Él establece alianza primero con Abraham y luego con Moisés, atestigua ya una elección particular. Y por esto, los Profetas, presuponiendo todo el contenido jurídico-moral de la Alianza, profundizan más, revelando una dimensión de ella incomparablemente más honda de la del simple «pacto». Dios, al elegir a Israel, se ha unido con su pueblo mediante el amor y la gracia. Se ha ligado con vínculo particular, profundamente personal, y por esto Israel, aunque es un pueblo, es presentado en esta visión profética de la Alianza como «esposa» o «mujer», en cierto sentido, pues, como persona:
«…Tu marido es tu Hacedor; / Yavé de los ejércitos es su nombre, / y tu Redentor es el Santo Israel /, que es el Dios del mundo todo… / Dice tu Dios… / No se apartará de ti mi amor / ni mi alianza de paz vacilará» (Is 54, 5. 6. 10). &2.
Los libros del Antiguo Testamento dan testimonio de la completa originalidad del «dominio» de Yavé sobre su pueblo: como Señor de la Alianza; como Padre de Israel; como Esposo, en la dimensión estupenda de este «dominio», que es la dimensión nupcial.
De este modo, de lo absoluto del dominio resulta lo absoluto del amor. Con relación a este absoluto, la ruptura de la Alianza significa no sólo la infracción del «pacto» vinculada con la autoridad del supremo Legislador, sino la infidelidad y la traición: se trata de un golpe que incluso traspasa su corazón de Padre, de Esposo y de Señor. Cfr. &3.
Puesto que la Alianza de Yavé con Israel tiene el carácter de vínculo nupcial a semejanza del pacto conyugal, ese primer estrato de su analogía revela
**el segundo, que es precisamente el «lenguaje del cuerpo».
En primer lugar, pensamos en el lenguaje en sentido objetivo (…) es característico del modo de expresarse los Profetas, el hecho de que, suponiendo el «lenguaje del cuerpo» en sentido objetivo, pasan simultáneamente a su significado subjetivo, o sea, por decirlo así, le permiten al cuerpo mismo hablar. En los textos proféticos de la Alianza, basándose en la analogía de la unión nupcial de los esposos, «habla» el cuerpo mismo; habla con su masculinidad o femineidad, habla con el misterioso lenguaje del don personal, habla, finalmente -y esto sucede con mayor frecuencia-, tanto con el lenguaje de la fidelidad, es decir, del amor, como con el de la infidelidad conyugal, esto es, con el del «adulterio». &4.
El Profeta Oseas estigmatiza el adulterio no sólo con las palabras, sino en cierto sentido también con hechos de significado simbólico:
«Ve y toma por mujer a una prostituta y engendra hijos de prostitución, pues que se prostituye la tierra, apartándose de Yavé» (Os 1, 2).
Oseas pone de relieve todo el esplendor de la Alianza, de ese desposorio, en el que Yavé se manifiesta Esposo-cónyuge sensible, afectuoso, dispuesto a perdonar, y a la vez exigente y severo. El «adulterio» y la «prostitución» de Israel constituyen un evidente contraste con el vínculo nupcial, sobre el que está basada la Alianza, lo mismo que, análogamente, el matrimonio del hombre con la mujer. Cfr. &5.
Ezequiel estigmatiza de manera análoga la idolatría, valiéndose del símbolo del adulterio de Jerusalén (cf. Ez 16) y de Samaría (cf. Ez 23):
«Pasé yo junto a ti y te miré. Era tu tiempo el tiempo del amor…; me ligué a ti con juramento e hice alianza contigo, dice el Señor Yavé, y fuiste mía» (Ez 16, 8).
«Pero te envaneciste de tu hermosura y de tu nombradía y te diste al vicio, ofreciendo tu desnudez a cuantos pasaban, entregándose a ellos» (Ez 16, 15). &6.
En los textos proféticos el cuerpo humano habla un «lenguaje» del que no es el autor. Su autor es el hombre en cuanto varón o mujer, en cuanto esposo o esposa, el hombre con su vocación perenne a la comunión de las personas. Sin embargo, el hombre no es capaz, en cierto sentido, de expresar sin el cuerpo este lenguaje singular de su existencia personal y de su vocación. Ha sido constituido desde «el principio» de tal modo, que las palabras más profundas de espíritu: palabras de amor, de donación, de fidelidad, exigen un adecuado «lenguaje del cuerpo». Y sin él no pueden ser expresadas plenamente. Sabemos por el Evangelio que esto se refiere tanto al matrimonio como a la continencia «por el reino de los cielos». &7.
Los Profetas (…) elogian la fidelidad, estigmatizan, en cambio, la infidelidad como «adulterio»; hablan, pues, según categorías éticas, contraponiendo recíprocamente el bien y el mal moral. La contraposición del bien y del mal es esencial para el ethos. Pero parece que el «lenguaje del cuerpo» según los Profetas, no es únicamente un lenguaje del ethos, un elogio de la fidelidad y de la pureza, sino una condena del «adulterio» y de la «prostitución». Efectivamente, para todo lenguaje, como expresión del conocimiento, las categorías de la verdad y de la no-verdad (o sea, de lo falso) son esenciales. En los textos de los Profetas que descubren la analogía de la Alianza de Yavé con Israel en el matrimonio, el cuerpo dice la verdad mediante la fidelidad y el amor conyugal, y, cuando comete «adulterio», dice la mentira, comete la falsedad. &8.
No se trata aquí de sustituir las diferenciaciones éticas con las lógicas. Si los textos proféticos señalan la fidelidad conyugal y la castidad como «verdad», y el adulterio, en cambio, o la prostitución, como no-verdad, como «falsedad» del lenguaje del cuerpo, eso sucede porque en el primer caso (de fidelidad), el sujeto (= Israel como esposa) está concorde con el significado nupcial que corresponde al cuerpo humano (a causa de su masculinidad o femineidad) en la estructura integral de la persona; en cambio, en el segundo caso (de adulterio-idolatría), el mismo sujeto está en contradicción y colisión con este significado.
Podemos decir, pues, que lo esencial para el matrimonio, como sacramento, es el «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad. Precisamente mediante él se constituye, en efecto, el signo sacramental.
Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella a fin de purificarla con el baño del agua y santificarla por la Palabra, para presentársela a sí mismo (la Iglesia), sin mancha ni arruga, santa e irreprensible. (Ef 5,26-27).
Si los esposos son ministros del sacramento, este sacramento tiene su signo propio que es el lenguaje del cuerpo, la forma vendría explicitada por las palabras: “Yo… te amo a ti…” La estructura sacramental, entiende la teología escolástica, es una realidad compuesta por materia y forma. La materia del agua para el bautismo, la forma de las palabras ‘yo te bautizo…’; el signo del pan y el vino para la eucaristía, la forma de las palabras: ‘Hic est …’.
En cuanto al matrimonio se refiere, su significación sacramental sería: una Palabra que santifica: ‘yo te amo…’; y un signo que purifica: la mutua entrega-consumación, a través del lenguaje profético del cuerpo. Esta lámpara en lo alto del monte, significará sacramentalmente ante el mundo que Dios existe, que Cristo ha sido enviado por el Padre, que el Amor es visible. Se entienden los ulteriores desarrollos hechos por el Papa Ratzinger en la Deus Caritas est, de las categorías eros, dodim, hagaba, agapé.
Dentro del matrimonio, la experiencia evangélica, por razón de esta verdad del lenguaje del cuerpo, es la que consiste en una permanente ‘lavada de copa’. Los esposos viven esta necesaria purificación de toda lesión que desmienta el amor. Y ahí no caben distracciones, el peligro sería quedarse sin vino… algo ya previsto por la misericordia de Dios.