Retomando las catequesis de San Juan Pablo II sobre la santidad del matrimonio, recordamos que en la liturgia judía del matrimonio está prevista una ‘velación’ de los esposos; la ortodoxa acostumbra para ese momento un rico signo de ‘coronación’. La Iglesia Católica considera que los ‘ministros’ del sacramento, son los esposos, y proclama – después del intercambio del consentimiento -, una ‘epíclesis’, o invocación del don del Espíritu Santo sobre ellos.
¿Se puede entender ese «gran misterio» como «sacramento»?
¿Acaso el autor de la Carta a los Efesios habla en el texto que hemos citado, del sacramento del matrimonio? … habla de las bases de la sacramentalidad de toda la vida cristiana, y en particular, de las bases de la sacramentalidad del matrimonio.
Efectivamente, el misterio permanece «oculto» -escondido en Dios mismo-, de manera que, incluso después de su proclamación (o sea, revelación), no cesa de llamarse «misterio», y se predica también como misterio. El sacramento presupone
a) la revelación del misterio y presupone también
b) su aceptación mediante la fe, por parte del hombre.
Sin embargo, es, a la vez, algo más que la proclamación del misterio y la aceptación de él mediante la fe.
c) El sacramento consiste en «manifestar» ese misterio en un signo que sirve no sólo para proclamar el misterio, sino también para realizarlo en el hombre. El sacramento es signo visible y eficaz de la gracia.
Mediante él, se realiza en el hombre el misterio escondido desde la eternidad en Dios, del que habla la Carta a los Efesios (cf. Ef 1, 9) al comienzo; misterio de la llamada a la santidad, por parte de Dios, del hombre en Cristo, y misterio de su predestinación a convertirse en hijo adoptivo. Se realiza de modo misterioso, bajo el velo de un signo: no obstante, el signo es siempre un «hacer sensible» ese misterio sobrenatural que actúa en el hombre bajo su velo.
Se trata de,
transmitir no sólo la «buena noticia» sobre la salvación,
Si no también de
comenzar, al mismo tiempo, la obra de la salvación, como fruto de la gracia que santifica al hombre para la vida eterna en la unión con Dios. && 4.5. (12.9.82)
La analogía del amor nupcial nos permite comprender en cierto modo el misterio que desde los siglos está escondido en Dios, y que en el tiempo es realizado por Cristo, precisamente como el amor de un total e irrevocable don de sí por parte de Dios al hombre en Cristo.
El signo visible del matrimonio «en principio», en cuanto que está vinculado al signo visible de Cristo y de la Iglesia en el vértice de la economía salvífica de Dios, transpone el plano eterno de amor a la dimensión «histórica» y hace de él el fundamento de todo el orden sacramental. Mérito particular del autor de la Carta a los Efesios es haber acercado estos dos signos*, haciendo de ellos el único gran signo, esto es, un sacramento grande (sacramentum magnum). (3.10.82)
La nueva economía sacramental se dirige, no al hombre de la justicia e inocencia originarias, sino al hombre gravado por la heredad del pecado original y por el estado de pecaminosidad (status naturæ lapsæ). Se dirige al hombre de la triple concupiscencia según las palabras clásicas de la primera Carta de Juan (2, 16), al hombre en el que «la carne… tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne» (Gál 5, 17).
Signos instituidos por Cristo y administrados por la Iglesia, que expresan y confieren la gracia divina a la persona que recibe el sacramento… cada uno de los siete sacramentos de la Iglesia está caracterizado por una determinada acción litúrgica, constituida mediante la palabra (forma) y la «materia» específica sacramental, según la difundida teoría hilemórfica que proviene de Tomas de Aquino y de toda la tradición escolástica.
Se trata … de una renovación real (o sea, de una «recreación» esto es, de una nueva creación), de lo que constituía el contenido salvífico (en cierto sentido, la «sustancia salvífica» del sacramento primordial. && 4.7.8 (24.10.82).
* El signo del amor humano que expresa el sacramento primordial de la creación, y el signo del amor de Cristo a la Iglesia recibido y expresado en el sacramento de la redención.
Las palabras citadas muestran con gran plasticidad de qué modo el Bautismo saca su significado esencial y su fuerza sacramental del amor nupcial del Redentor, en virtud del cual se constituye sobre todo la sacramentalidad de la Iglesia misma sacramentum magnum.
Las palabras del Apóstol se refieren igualmente, aunque veladamente a la Eucaristía, que da la impresión de estar indicada por las palabras siguientes sobre el alimento del propio cuerpo, que cada uno de los hombres nutre y cuida «como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su Cuerpo» (5, 29-30). En efecto. Cristo nutre a la Iglesia con su Cuerpo precisamente en la Eucaristía.
La Iglesia misma es el «gran sacramento», el nuevo signo de la Alianza y de la gracia, que hunde sus raíces en la profundidad del sacramento de la redención, lo mismo que de la profundidad del sacramento de la creación brotó el matrimonio, signo primordial de la Alianza y de la gracia.
(Los esposos) modelen su vida conyugal fundándola sobre el sacramento instituido desde el «principio» por el Creador: sacramento que halló su definitiva grandeza y santidad en la alianza nupcial de gracia entre Cristo y la Iglesia. &&1-7 (31.11.82).
Éstas son pues,
exhortaciones de carácter moral, concerniente, precisamente, al ethos que debe calificar la vida de los cristianos, es decir, de los hombres conscientes de la elección que se realiza en Cristo y en la Iglesia. & 5 (24.10.82)
En el «gran sacramento» de Cristo y de la Iglesia los esposos cristianos están llamados a modelar su vida y su vocación sobre el fundamento sacramental.
Todas estas palabras tienen un significado fundamental para el hombre, precisamente dado que él es cuerpo, en cuanto es varón y mujer. Tienen un significado para el matrimonio, donde el hombre y la mujer se unen de tal manera que vienen a ser «una sola carne», según la expresión del libro del Génesis (2, 24), aunque, al mismo tiempo, las palabras de Cristo indiquen también la vocación a la continencia «por el reino de los cielos» (Mt 19, 12).
En cada uno de estos caminos «la redención del cuerpo» no es sólo una gran esperanza de los que poseen «las primicias del Espíritu» (Rom 8, 23), sino también un manantial permanente de esperanza de que la creación será «liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib. 8, 21).
Efectivamente, las palabras dirigidas a los oyentes inmediatos se dirigen a la vez al hombre «histórico» de los diversos tiempos y lugares. Precisamente ese hombre que posee «las primicias del Espíritu… gime… suspirando por la redención del… cuerpo» (ib., 8, 23). En él se centra también la esperanza «cósmica» de toda la creación, que en él, en el hombre, «espera con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios» (ib., 8, 19).
« ¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 4-6). Si luego se trata del «libelo de repudio», Cristo responde así: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Y yo digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera» (ib., 19, 8-9). «El que se casa con la repudiada por el marido, comete adulterio» (Lc. 16, 18).
Estas palabras contienen a la vez una respuesta universal, dirigida al hombre «histórico» de todos los tiempos y lugares, porque son decisivas para el matrimonio y para su indisolubilidad; efectivamente, se remiten a lo que es el hombre, varón y mujer, como ha venido a ser de modo irreversible por el hecho de ser creado «a imagen y semejanza de Dios»: el hombre que no deja de ser tal incluso después del pecado original, aun cuando este le haya privado de la inocencia original y de la justicia. Cristo que, al responder a la pregunta de los fariseos, hace referencia al «principio» parece subrayar de este modo particularmente el hecho de que El habla desde la profundidad del misterio de la redención, y de la redención del cuerpo. La redención, en efecto, significa como una «nueva creación», significa la apropiación de todo lo que es creado: para expresar en la creación la plenitud de justicia, equidad y santidad designada por Dios, y para expresar esa plenitud sobre todo en el hombre, creado como varón y mujer, «a imagen de Dios».& 3-7.
La eficacia de los sacramentos, del sacramento del matrimonio en particular, consiste en dar la gracia de una presencia activa de Jesucristo vencedor de la muerte, resucitado, porque el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom, 5,5). Cuando se recibe y se conserva en las debidas condiciones, el sacramento del matrimonio es lugar de esta presencia y de este encuentro no sólo entre los esposos, sino también con Dios. Es un acto de culto al Padre, por eso se puede hablar del tálamo nupcial como de un auténtico altar.
Es lo que entendemos comúnmente por vivir en estado de gracia que reclama la ausencia de pecados de muerte, o prácticas anticonceptivas y esterilizantes, como atentados a la santidad del sacramento del Amor.
Para que los matrimonios y las familias cristianas, alcancen este grado de ‘epifanía del misterio’, la pregunta sobre la fe de las jóvenes generaciones es indispensable. Porque si la revelación del misterio se supone, en la práctica catequética de la Iglesia, la aceptación del mismo hoy día no deja de ser motivo de prudentes interrogantes.
¿Cuántos no tienen una actitud crítica frente a las notas del sacramento: amor, unidad, indisolubilidad, y fecundidad, haciendo alianza con la cultura increyente en la que se mueven y viven? Hoy, frente al divorcio exprés, frente a las cada vez más frecuentes prácticas esterilizantes entre los jóvenes, aparecen las propuestas de ‘itinerarios de preparación’, que reemplacen a las tradicionales, y cada vez más breves pastorales del sacramento del matrimonio.
Juan Ignacio Echegaray