Sucedió que un sábado Jesús atravesaba un sembrado, y sus discípulos, mientras caminaban, iban arrancando espigas. Los fariseos le preguntan: -«Mira, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?» Él les responde: -« ¿No habéis leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre como entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes de la proposición, que solo está permitido comer a los sacerdotes, y se los dio también a quienes estaban con él». Y les decía: -«El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado.» Marcos 2, 23-28
Estamos escuchando estos días las enseñanzas de Jesús, que chocan con las prácticas religiosas de quienes se creen cumplidores de la ley. Ayer se enfrentaba el Maestro con motivo del ayuno, hoy lo hace en relación al descanso sabático. Para el pueblo judío el descanso del sábado es sagrado, y aún hoy sigue en práctica el mandato de no poder andar más allá de las murallas de la ciudad, y como no las hay, las han fijado con un hilo de cobre, sostenido por postes, que dan la vuelta a cada uno de los pueblos.
Sin duda que la ley del descanso semanal es sabia, y ordena el ritmo de los días, y llama a la conciencia, para saber de Quién proceden la fuerza, el vigor, los bienes, y cómo no se puede perecer en el activismo productivo. Sin embargo, hay un axioma que quedará como enseñanza magistral: “El sábado se ha hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”
Desde este principio se ilumina el sentido de las prácticas religiosas, que nunca deberán hacerse con afán autojustificativo, sino como relación con Dios. San Pablo dirá que la ley no justifica, solo Jesucristo, y cuando nos creemos perfectos por el cumplimiento de las normas, caemos en la vanidad, en el orgullo espiritual, que nos lleva a lo que el papa Francisco señala, cuando advierte de la mundanidad que nos acecha. “La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral» (EG 93).
Francisco advierte de las dos formas que se puede infiltrar la mundanidad: “Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado” (EG 94).
En el discernimiento espiritual se descubre que la ley del Señor alegra el corazón, dignifica la persona, y la libera de toda esclavitud y atavismo religioso. Y no por ello hace los creyentes anárquicos, sino que la razón suprema de su comportamiento es el culto a Dios y el servicio a los hermanos.