Hermenegildo Sevilla Garrido«Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: “Levantaos, no temáis”. Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”». (Mt 17,1-9)
Este fragmento del Evangelio según San Mateo retrata una experiencia que todos ansiamos y a la que estamos llamados, y va precedido por otros dos pasajes que lo enmarcan a la perfección. Uno de ellos, el primero, se refiere a las “condiciones” para poder seguir a Jesucristo y llamarse discípulo suyo. El otro constituye el primer anuncio de la Pasión. Ninguno de los dos puede ser entendido y asumido por el hombre, si no es con la ayuda de Dios. Por eso Jesucristo socorre a sus apóstoles “preferidos” (Pedro, Santiago y Juan), y se transfigura ante sus propios ojos. Se encuentran así, gozando, durante el tiempo que dura esta manifestación, de una especie de anticipo del cielo. Jesús les ha trasladado para ello a un lugar apartado, en un monte alto. Recordemos que las montañas aparecen en la Sagrada Escritura como un lugar cercano al Señor, en el que el hombre puede encontrarse con Él.
Este lugar de encuentro con Dios es también, para el hombre de hoy, el día a día de su vida, la oración, que en un marco de recogimiento nos traslada también a ese monte en el que el Señor mismo se encuentra. Podemos así ver reflejado en nuestro interior el rostro de Dios.
Es tal la felicidad que alcanzan los apóstoles de Jesús al poder contemplar su luz divina, su misma esencia, que solo aciertan, en medio también del sobrecogimiento que les supera por los cuatro costados, a querer instalarse definitivamente en ese momento y lugar.
Después de esta experiencia ya pueden entender y asumir esas “condiciones” para poder ser discípulos del Señor, y el anuncio de la Pasión ya no les producirá desconcierto o escándalo. Era necesario que, desde la nube, el mismo Dios Padre les presentara en toda su grandeza al Hijo. Les pide que le escuchen, porque a través de Él escuchan también al Padre. Hasta entonces su visión de la verdadera trascendencia de Jesús era muy limitada.
¿Cómo puede el hombre de hoy, cómo podemos nosotros, encontrarnos con Jesucristo, en medio de un mundo que ha hecho de cualquier tipo de sufrimiento una abominación, y del perder la vida para darse a los demás, un absurdo? Ciertamente, si no se ha tenido en algún momento de la vida una experiencia de fe, todo esto de la cruz y de salir de uno mismo, de renunciar a satisfacciones corporales en beneficio de los demás, carece de sentido. Es de locos.
Si no se comprueba nunca en la historia particular de cada uno que Dios “es” y actúa en la vida del hombre. Si no se ha disfrutado en algún momento de su amor y su poder perfectamente unidos, el negarse a sí mismo para seguir a un Dios al que no se ve con los ojos del cuerpo, resulta algo inconcebible. Lo natural en este caso es “comer y beber” hasta que se pueda, o acabar con la propia vida si se piensa demasiado en una existencia pasajera y una muerte segura y definitiva.
Abandonarse por completo al Señor, entregándose a los demás y ver el rostro de Dios en nuestro interior, son dos experiencias que se retroalimentan. Sin embargo, ¿cómo puede el hombre llegar a esto, cuando la sociedad trata por todos los medios de que dispone (y son muchos y poderosos) de oscurecer el rostro del Señor? Vivimos en una época en la que el positivismo y muchos “ismos” más achatan el valor y la trascendencia de la vida humana para vaciarla de toda huella divina.
Pero no es misión del cristiano producir conversiones, como si de un reto se tratara, como si esto fuera la madre de todos los proyectos, como si se lo debiéramos al Señor por todo el bien que nos ha hecho. Nuestra verdadera e irrenunciable tarea, lo que el Señor quiere de nosotros es que nos mostremos como sus discípulos en medio de los hombres, sin negarle. Los frutos de todo esto se darán por añadidura si es voluntad del Señor o si la libertad del hombre lo permite. El Señor no nos exige frutos de conversión en los demás, estos están en las manos de Dios exclusivamente.
Para poder ser verdaderos discípulos de Jesucristo en medio de esta generación, el Señor nos ofrece (como lo hizo con Pedro, Santiago y Juan) la posibilidad de ver su rostro divino, con los ojos del alma, en su Iglesia, a través de los sacramentos, estando siempre atentos a la acción Suya en nuestra vida, aprovechando la intimidad y cercanía que nos brinda por medio de la oración. Por todas estas vías y las que el Señor quiera abrirnos podemos gozar de su presencia. Podremos ser atacados o bendecidos por los demás, veremos conversiones o no, pero en ninguno de los caso habremos fracasado o triunfado, no nos podremos atribuir méritos o deméritos, porque los frutos están solo en las manos de Dios.
Que los demás puedan reconocer a un discípulo de Jesús en nosotros y podamos ver a Jesús en el otro. Aquí empieza y termina la misión de todo cristiano, todo lo demás es vanidad.