Jesucristo es el buscador por excelencia de Dios, su Padre. Representa en su vértice más alto al buscador sin atajos; no tiene la menor intención de ir tras copias fraudulentas de plenitud. Va tras Dios, su Padre -la plenitud de la existencia- a quien busca con afán a lo largo de su misión. Lo hace sin nada que pueda frenar su ímpetu. Todo es relativo e inconsistente y, sobre todo, incapaz de elevarse hasta la altura de lo que busca su corazón. Solo así acontece la feliz culminación de toda búsqueda, en su caso: el Rostro de Dios.
«Dice de ti mi corazón: Busca su rostro. Sí, Dios mío, tu rostro busco» (Sal 27,8). Estas palabras nos dan a conocer el hambre de Dios que tiene nuestro salmista, al tiempo que describen unas facetas que son insoslayables al hombre, a su existencia. Nuestro salmista es un buscador de lo que intuye sin verlo; buscador de Alguien que le dé la consistencia; en definitiva, es un palpador, aun a tientas, de Dios.
La intimidad de nuestro salmista, y que él mismo ha hecho pública, se convierte en huracán y fuego en Aquel hacia quien están proyectadas todas las Escrituras: el Mesías.
¿Por qué me buscabais?, dirá Jesús a los doce años a sus padres cuando «se desentendió de ellos» y se quedó en el Templo. “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). He ahí toda una declaración de intenciones: Jesús viene del Padre y va al Padre (Jn 16,28).
En el espacio temporal entre este su venir y volver, Jesús nos ofrece el paradigma imperecedero de lo que es el verdadero buscador de Dios. Centra el interés de su misión en su búsqueda de la gloria de Dios; al contrario de los hombres, representados todos ellos por los hijos del pueblo santo, quienes pretendían valerse de Dios para buscar su propia gloria y provecho: «Muchos creyeron en Él; pero, por los fariseos, no lo confesaban, para no ser excluidos de la sinagoga, porque prefirieron la gloria de los hombres a la gloria de Dios» (Jn 12,42-43).
Jesús busca la gloria del Padre; lo que le da autonomía y libertad sobre sí mismo incluso en lo que respecta a su predicación. Apoyamos lo que estamos diciendo en una confesión suya incontestable: no habla por su cuenta como los «ilustrados» doctores de la Ley, sino por cuenta del Padre que le ha enviado: «Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar” (Jn 12,49). Por eso, porque habla palabras del Padre, no encontramos impostura ni mentira en su predicación; al contrario de aquellos que, por hablar y disertar desde su mucho saber, terminan adorándose a sí mismos, relamiéndose en su propia gloria: «El que habla por su cuenta, busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que le ha enviado, ese es veraz; y no hay impostura en él» (Jn 7,18). .
bajo el esplendor de la Palabra
A estas alturas y para entender mejor lo que estamos diciendo de Jesús como buscador, es oportuno señalar que en la cultura y espiritualidad de Israel, las palabras gloria y rostro son sinónimas, incluso podríamos decir que se complementan. Recordemos la petición de Moisés a Dios cuando este ya le había enseñado a hablar con Él: «Déjame ver tu gloria…» Recordemos también la respuesta dada por Dios: «No puede ver mi rostro el hombre y seguir viviendo … » (Éx 33,18-20). Señalamos este hecho para que podamos constatar cómo en un mismo texto los términos gloria y rostro se identifican.
Dicho esto, nos abrimos a un nuevo espacio. Jesús busca al Padre, su rostro, hasta captar su esplendor, el cual va creciendo en la misma línea, medida e intensidad con que las Escrituras se van cumpliendo en Él. Recordemos lo que una y otra vez nos dicen los santos Padres de la Iglesia: Que todo el Antiguo Testamento está en tensión de cumplimiento en su totalidad hacia el Nuevo, en Jesús, el Hijo de Dios.
Decimos que las Escrituras se cumplen en su totalidad en Jesucristo, y es a través de ellas donde Él alcanza su plenitud en cuanto buscador de Dios. Pues bien, hemos de atestiguar también que sus discípulos participan de la plenitud de su Señor y Maestro. También a ellos, al igual que a Jesús, aunque desde un punto de vista analógico, les alcanza la gloria y el esplendor de la Palabra, eje y fundamento de su culminación como personas.
San Ignacio de Antioquia en su carta a los romanos, exhorta a sus amigos a no interceder ante ninguna autoridad para no ser exonerado del martirio al que ha sido condenado: «Mi partida es ya inminente. Perdonad lo que os digo, hermanos, no os empeñéis en que no muera… Dejadme llegar a la luz pura, que una vez llegado allí, seré verdaderamente hombre”.
Ignacio es consciente de que su culminación como persona reside en su vivir y estar con y en Dios. Culminación alcanzada por su semejanza con su Señor: Jesús, la Palabra del Padre. Sabe, y así nos lo confiesa en esta misma carta, que, despojado de su cuerpo mortal, llegará incluso a convertirse en la Palabra, identificándose así con Jesucristo: su Maestro interior. «Si no hacéis valer vuestra influencia, ya me convertiré en Palabra de Dios; pero, si os dejáis llevar por vuestro amor a mi carne mortal, volveré a ser un solo simple eco».
es fuerte el Amor como la muerte
Es muy importante señalar que ser revestido por la Sabiduría que emana de las santas escrituras, no tiene nada que ver con una especie de premio al que tenemos derecho en virtud de méritos adquiridos. Insisto en que no tiene mucho que ver con todo esto, dado que la distancia entre nuestros supuestos méritos y el don que recibimos es, no digamos ya enorme, sino, para usar un término actual, extra espacial.
Establecer una relación causa-efecto entre nuestras obras y lo que Dios nos tiene preparado en sus manos, se nos antoja incluso insultante. Algo de esto intuye el autor de Cantar de los Cantares al poner al descubierto la necedad de pretender «canjear» todos los bienes del mundo por el Amor. .. Al decir canjear me refiero a pretender sopesar «ambos bienes» en la misma balanza…, lo cual es prácticamente un desprecio. «Es fuerte el Amor como la muerte, implacable como el abismo la pasión: saetas de fuego, sus saetas, una llama de Dios. Grandes aguas no pueden apagar el Amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los bienes de su casa por el Amor, se granjearía desprecio» (Ct 8,6-7)
El alcanzar nuestra cúspide no es, pues, fruto de nuestras obras, sino don de Dios. No es que despreciemos las obras que, como frutos maduros, emergen del Árbol de la Vida -el Evangelio al que nos hemos abrazado- , sino que ellas en realidad nacen del don de Dios, por lo que, más allá de estos frutos, fijamos nuestro ojos en Él.
Dios se da a sí mismo al hombre, como Jesús nos hizo saber en la parábola del Hijo pródigo. Recordemos que el padre dice al hijo «bueno», al que no se enteró de nada, que ese hermano suyo a quien despreciaba, era también digno de su amor. Aun así, el hijo bueno se quedó totalmente ajeno a la grandeza del corazón de su padre quien, haciendo una última tentativa para no perderlo, le dijo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31).
Todo lo mío es tuyo: He ahí la razón de nuestra abundancia de Dios. Todo lo mío es vuestro, dice Dios a los hombres; y lleva a cabo su ofrecimiento entregándonos a su propio Hijo, a fin de cambiar la sentencia de muerte, amasada con las manos asesinas del Maligno, en la buena noticia de que somos hijos suyos y, en cuanto tales, receptores de la vida eterna: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16).
“todo lo mío es tuyo”
Todo lo mío es vuestro, dice el Hijo de Dios a los suyos. Todo lo mío, todo lo que yo soy como Palabra del Padre… Ahí la tenéis. Vuestra es la Palabra; a causa de ella ya no sois más siervos, sino amigos: «Porque todo lo que he oído a mi Padre (su Palabra) os lo he dado a conocer» (Jn 15,15b). Todo es don, gracia, ya que “no me elegisteis a mí, sino yo a vosotros” (Jn 15,16).
Al darse a sus discípulos y, por medio de ellos, a toda la humanidad, Jesús está dándonos a Dios. El Hijo hace tangible el «todo lo mío es tuyo» que escuchó el hijo de la parábola. Es un «todo lo mío es tuyo» que estremeció de tal modo a la humanidad de Pablo que cambió por completo su percepción del mundo, de los hombres y, por supuesto, del mismo Dios. Hasta tal punto fue sacudido por esta entrega de Dios, así de indefenso para poder curar toda su perversidad, que apenas acertó a deletrear como si fuera un niño pequeño: «Me amó y se entregó por mí» (Gá 2,20).
Así es como cambia la vida de un hombre. Un cambio provocado por la vorágine de una experiencia tal que, ante ella, lo más real y consistente en que pueda asentarse la propia vida, incluso cuando se han alcanzado las metas propuestas, parece tan volátil que queda desplazado a su verdadero lugar: lo que lleva la marca de lo relativo y caduco. Estamos hablando de la irrupción de este Dios incomprensible. Tanto, que uno no sabe cómo pueda salir indemne de una entrega así. Entrega que lleva consigo toda una declaración de Dios prácticamente imposible de asimilar: «Soy tuyo».
«Todo lo tuyo es mío», dice Jesús al Padre momentos antes de ir al Huerto de los Olivos, lugar en el que Judas culminará su traición (ver Jn 17,10). Todo lo tuyo es mío, y yo se lo he dado a mis discípulos, proclamará una y otra vez a lo largo de esta bellísima oración que suena a despedida.
hemos sido bien comprados
No habían hecho muchos méritos los discípulos para que el Hijo de Dios les diese todo lo que el Padre le había dado a Él. Conocemos sus desmedidas ambiciones y vanidades, sus carreras para ser el primero entre ellos. Por si fuera poco, bien sabía su Señor que a las pocas horas le iban a abandonar dado que todavía no podían seguir sus pasos al Padre: «Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta noche…” (Mt 26,31). El mismo Mateo confirma estas palabras que Jesús les dirigió a lo largo de la cena: «Entonces los discípulos le abandonaron todos y huyeron» (Mt 26,56b).
Jesús sabe todo esto de la misma forma que conoce la congénita debilidad y baúl de vanidades de todo aquel a quien llama al discipulado. Por eso su entrega es nuestra curación. Gracias a ella podemos dar frutos de vida eterna: «El que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción; y el que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna» (Ga 6,8).
Todo lo mío, todo mi Yo, es vuestro, dice Jesús a los suyos. Es estremecedor que esto se lo vaya diciendo al Padre ante los suyos, testigos mudos alrededor de la mesa : «Les he dado tu Palabra…” (Jn 17,14), “les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno” (Jn 17, 22). Nos daría por pensar que ya no nos podría dar nada más. Nos equivocamos como siempre cuando intentamos comprender las incalculables riquezas que Dios pone a nuestra disposición (ver Ef 1,18-19).
Nos queda aún apropiarnos del broche de oro con el que Jesús culmina esta su oración al Padre: «Les he dado a conocer tu Nombre» (Jn 17,26). Expresión que en la espiritualidad bíblica significa: He hecho partícipes a estos pobres, de Ti, de tu divinidad. ¡Ojalá tuviésemos la suficiente humildad para dejamos sorprender y amar así por Dios! Si así fuera participaríamos de su Luz, “luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9), la que se convierte en garantía de nuestra inmortalidad: «Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43).
Bien entendió esto el apóstol Pablo. Lo sabemos a la luz de esta su bellísima confesión de fe: «El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él» (l Co 6,17).