«En aquel tiempo, dijo el Señor: “¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos? Se parecen a unos niños, sentados en la plaza, que gritan a otros: «Tocarnos la flauta y no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis». Vino Juan el Bautista, que ni comía ni bebía, y dijisteis que tenla un demonio; viene el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: «Mirad qué comilón y qué borracho, amigo de publicanos y pecadores». Sin embargo, los discípulos de la sabiduría le han dado la razón». (Lc 7,31-35)
Siempre me ha hecho pensar mucho esa semejanza que Jesús encuentra en la actitud de los hombres de su generación, a quienes compara —en una imagen cercana y cotidiana— con los niños que se quejan mutuamente de que los otros no quieren hacer lo que ellos deciden. Tocan para que bailen y los otros no quieren, o cantan lamentaciones y no lloran.
Los fariseos, los escribas, los creyentes de entonces —ensoberbecidos, rígidos en sus leyes, sus costumbres y actitudes— tienen cerrado el corazón a toda entrada del Espíritu. Engreídos por su condición de hijos de Abraham y seguros de haber cumplido con la observancia de la ley, están pasivos en actitud de crítica, sin ahondar en las señales que Dios les envía para lo que tiene que ser un camino continuo hacia Dios. La pretensión de haber llegado a un estado perfecto solo por el cumplimiento de la norma es propia de la soberbia espiritual tan peligrosa en todo creyente. Hacia Dios se asciende trabajosamente, siempre apoyados en la convicción de que somos grupo, hermanados, que no nos salvaremos solos sino dentro de una comunidad que sigue el mismo camino; el Pueblo que tanto remarca el Antiguo Testamento.
En nuestro tiempo, por supuesto, hay una mirada despreciativa hacia las formas y planteamientos de vida de las personas de una u otra creencia por parte de los que han rechazado la presencia de Dios en sus vidas porque no lo consideran necesario para sus planes de dinero, poder o buena vida. Pero también es la actitud frecuente de algunos creyentes comprometidos, ante las actuaciones de los grupos nuevos o los distintos carismas que surgen en la Iglesia: la crítica destructiva. “Estos no me gustan porque van por aquí, ni los otros porque van por otro lado…”. Y mantenemos el corazón duro, enrocado en posturas personales, sin esponjarlo para que entre el espíritu de Dios en nosotros. Sn analizar, por soberbia, lo que nos parece el camino equivocado, diferentes sendas que llevan a los hombres según la misión encomendada por Dios a cada uno.
En definitiva, crítica siempre: estos porque son amigos de medallitas y milagros; los otros porque se elevan y teorizan demasiado; aquellos porque están alejados del mundo en la contemplación; los muy dedicados ala caridad porque son como una ONG; tampoco los que predican a todo el que encuentran porque evangelizan sin parar…
Todos deberíamos preguntarnos si de la situación o posición en el mundo de cada uno de estos grupos, podemos sacar lección o experiencia para mejorar o hallar encuentros nuevos con Dios. ¿No será esto lo que nos hace falta? ¿Qué sabemos nosotros de cuál es el camino para cada uno?
Es preciso abrirse humildes, tiernos, dispuestos a aceptar la fe de todos, y buscar en la oración, poniéndose en manos del Señor qué es lo que nos pide a cada uno en cada momento y situación. Y después, dejar actuar al Espíritu Santo.
Porque, hoy ya lo sabemos, era necesario el anuncio de Juan, el precursor, que firmaba su predicación con austeridad y ascetismo, provocando el arrepentimiento las gentes de buena voluntad; y era imprescindible el contacto de Jesús con los pecadores en la vida real, para convertir sus corazones y transmitir el mensaje evangélico, el anuncio del Reino, de generación en generación.
Mª Nieves Díez Taboada