En aquella hora Jesús se lleno de la alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron» (San Lucas 10, 21-24).
COMENTARIO
Este bellísimo texto subraya la perfecta sintonía entre el hombre Jesús de Nazaret y Dios Padre, por mediación del Espíritu Santo. Es pues, un texto trinitario.
Cristo en su oración nos descubre además cómo es el corazón del Padre, lo que jamás hubiésemos imaginado. Pues ¿quién se complace en los que no valen, en los últimos, en los desechados, para darles sus mejores dones? Ciertamente, ninguno de nosotros. Esta preferencia de Dios nos trasciende absolutamente.
Jesús nos descubre a un Dios que es todo generosidad, todo entrega, todo amor gratuito, y que se goza en darse por entero a los que más lo necesitan. Y esa donación, a Cristo le llena de alegría interior, pues su corazón humano siente exactamente lo mismo.
Esta complacencia divina se concreta en descubrirles los misterios del Reino, ocultos desde el comienzo de los tiempos: que El ama gratuitamente a los hombres, y les otorga su amistad, independientemente de sus méritos: sean sabios o ignorantes, pobres o ricos, virtuosos o pecadores. Porque Él es así de bueno. Es la experiencia que María vivió como nadie, y cantó en su exultación, el Magníficat.
¿Por qué el Padre y Jesús mismo se complacen en los pequeños? Porque estos, en su indigencia, descubren su dependencia radical de la gratuidad divina; y se sienten inmensamente agradecidos. No así los grandes, los sabios, los poderosos, quienes consideran que todo les es debido. Difícilmente pensarán en otro infinitamente superior, que cuida de ellos calladamente. Este equivocado planteamiento les impide una relación auténtica con Dios; pues Él es la Verdad, y sólo se da a conocer desde la verdad.
Y nosotros, ¿dónde estamos? Veámoslo en detalle: ¿a quién le gusta ser de los pequeños, menesterosos, necesitados? ¿Quién elige depender del beneplácito de los demás? No, nosotros queremos merecer lo que se nos da, tener derecho a ello por nuestros valores, por nuestra coherencia, pensamos que se nos debe el aprecio de los demás por lo mucho que damos a la sociedad.
Cuidado con todo ello, porque a los sabios e inteligentes se les ocultan los secretos del Reino. Los sabios de Israel no reconocieron en Jesús al Mesías, le consideraron un impostor y le condenaron a morir en la cruz.
-«Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios»- dirá Jesús en otra ocasión. Los niños lo reciben todo gratis, no entienden de méritos ni derechos; no distinguen entre listos y tontos, ricos y pobres. No entran en categorías humanas; para ellos, todos somos básicamente iguales.
Por algo este pasaje está elegido para la 1ª semana de Adviento. Estamos en tiempo de hacernos pequeños para preparar el camino al Señor que viene. Sólo los pequeños le reconocen y le acogen. Así los apóstoles, rudos y pecadores como todos, fueron pese a ello elegidos para conocer el misterio de Jesús, Dios y hombre en una persona. Dichosos ellos, que vieron la llegada del Reino prometido y anhelado por los profetas. Y que en este tiempo viene a nosotros.