«En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. Jesús les dijo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados’. Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”». (Lc 13,22-30)
Hoy, Jesucristo se dirige, quizás especialmente, con su Palabra a todos aquellos que por pertenecer a la Iglesia creen asegurada su salvación. Pueden pensar, tal vez, que es de justicia que el Señor los lleve al cielo. Es este un error que se daba en el antiguo pueblo de Israel y que se sigue produciendo, en parte, en cristianos del mundo de hoy.
Jesús ve que la pregunta sobre cuántos se salvarán está hecha desde la presunción y la arrogancia, en la seguridad de que el cumplimiento formal de una serie de leyes asegura el Paraíso. Por eso responde con una parábola dirigida a bajarles de esa nube de presunción y despertarles del sueño que conduce a la perdición.
El Señor nos advierte a todos que la puerta de entrada al Reino de los cielos es estrecha, no tanto por su dificultad, sino en contraposición a esa otra —la ancha— que el mundo utiliza para adentrarse en esa estancia donde es el “yo” el que marca las directrices.
Cuando terminen mis días aquí en la Tierra, y mi alma quiera pasar al cielo, el Señor puede decirme —como en la parábola— que no me conoce. Porque cuando pasó por mi lado yo no le hice caso. Me crucé con Él sin haberle reconocido. Ya sabemos que en la Escritura al verbo conocer se le aplica también el sentido de amar. Yo me creía muy cumplidor, pero cuando me cruzaba con un pobre había en mi corazón más juicio que compasión, y cuando aparecía ese vecino que necesitaba de mi compañía y comprensión procuraba esquivarle porque tenía siempre cosas más importantes y urgentes que hacer. No me daba cuenta, en mi egoísmo, que ese pobre y ese vecino es el mismo Jesús que quería encontrarse conmigo para que pudiera darse en mí el amor que salva.
Podré decir en el día del Juicio Final que he asistido a muchas eucaristías, recibido muchos sacramentos y escuchado mucho su Palabra. Incluso he dedicado parte de mi tiempo a colaborar con mi parroquia. Sin embargo, Jesús me puede decir que no me conoce porque pasé de largo de cada hermano que me necesitaba, sin vivir la verdad de que “el otro es Cristo”. “No te conozco”, me dirá entonces el Señor, porque yo en el tiempo de conocerle le he rechazado.
Dios es amor y solo se le puede conocer amando. Solo nos podemos acercar a Él y conseguir nuestra salvación a través del amor. Solamente desde el amor podemos llegar al cielo. Jesucristo ya nos ha mostrado también, con su vida y su muerte, cuál es el verdadero amor. Para que no nos confundamos con otros sucedáneos que el mundo, dirigido por el demonio, ofrece para mediante la mentira sembrar confusión y disfrazar la maldad con ropajes muy vistosos y argumentos muy razonables.
Todos los días se abre una página nueva en el libro de nuestra vida en la que siempre deben aparecer la esperanza y la alegría, y nunca debe escribirse la idea de que ya tenemos merecida una “plaza” en el Reino de los cielos gracias a nuestros “cumplimientos”. “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”, dice San Juan de la Cruz. Esta es la puerta estrecha por la que se pasa al cielo.
La clave está en nuestro día a día, cuando “perdemos” nuestro tiempo con los demás, nos ponemos en su lugar en vez de juzgarlos, compartimos con ellos nuestros bienes materiales y espirituales, estamos al servicio del otro dejando nuestro “yo” a los pies del Señor. Haciendo esto por amor a Dios hemos cumplido la ley en su integridad y podremos estar seguros de que el Señor sí nos reconocerá y dejará que ocupemos un lugar a su lado.
No tenemos por tanto necesidad de preguntar al Señor si se salvarán muchos o pocos, sino solo de preguntarnos a quién podemos ayudar hoy, o con quien podemos “perder” nuestro tiempo, nuestra vida. Jesús, que nunca miente ni defrauda nos ha revelado que quién pierda su vida la ganará. Pero este ganar la vida podemos disfrutarlo ya, aquí y ahora, porque en nuestro interior el Señor ha insertado un mecanismo divino que hace que cada vez que nos entregamos al prójimo, aunque solo sea un poco, experimentamos una paz y alegría que no podemos ni describir. Esto, hermano, es algo que engancha. ¿Quieres probar?
Hermenegildo Sevilla Garrido