En aquel tiempo, los fariseos preguntaron a Jesús:
«¿Cuándo va a llegar el reino de Dios?».
Él les contesto:
«El reino de Dios no viene aparatosamente, ni dirán: “Está aquí “o “Está allí”, porque, mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros».
Dijo a sus discípulos:
«Vendrán días en que desearéis ver un solo día del Hijo del hombre, y no lo veréis.
Entonces se os dirá: “Está aquí “o “Está allí”; no vayáis ni corráis detrás, pues como el fulgor del relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su día.
Pero primero es necesario que padezca mucho y sea reprobado por esta generación». (Lucas, 17, 20-25)
El conocimiento del reino de Dios es imposible para todo aquel que decide autoproclamarse rey de su vida. Este hombre ha optado por regirse por la razón en exclusiva y por una serie de intereses personales, que constituyen el eje de su vida y el epicentro de sus pensamientos y acciones.
Los fariseos de la época de Jesucristo esperaban a un Mesías más bien terrenal y justiciero y a un reino en el que ellos ocuparían un lugar importante, que creían reservado por méritos propios. Hoy, el mundo, dominado por un devastador materialismo, ha desterrado lo espiritual al terreno de lo estrictamente privado, en el que Jesús sólo representa una de las múltiples opciones a elegir. Ya sabemos, por otro lado, que cuando no cree en Dios, se puede ya creer en todo.
Lo cierto es que el hombre decide hoy lo que está bien o mal, en qué circunstancias y condiciones la vida humana debe estar protegida y qué valores son los que deben ser tenidos en cuenta. Este nuevo entramado está supervisado por un individualismo que desemboca en la famosa ley del embudo, mediante la cual todo es relativo salvo lo que afecta a mis propios intereses.
En este sistema de vida, quien reina, verdaderamente, es el demonio.
A este mundo se dirige Jesucristo en el Evangelio de hoy. Nos dice Jesús que, a pesar de que la humanidad está gravemente enferma, el Reino de Dios está aquí, en medio de nosotros, con los signos de la sencillez y lo espiritual.
No obstante, el Señor, una vez más, respeta nuestra libertad y la posibilidad de rechazarlo, cargados de razón y aquejados de una estrechez de miras que nos impide ver más allá de nuestras apetencias y proyectos.
También una parte de los que quieren o creen creer, esperan a un Dios adaptado a sus criterios. Por eso se preguntan porque el Señor permite tantas injusticias, violencias y corrupciones. Pretenden hacer de Dios un emperador de la justicia y del cielo una sublimación de la tierra.
La salvación del hombre pasa por que el hombre pueda conocer que con la muerte y resurrección de Jesús, el Reino de Dios está en todos aquellos que acepten y sigan su voluntad. El Reino de Dios está habitado por los que practican el mandamiento del amor. Amando, en la dimensión de la cruz, se sabe, en todo momento, discernir acerca de lo que agrada al Señor y lo que es bueno y necesario para nuestra salvación.
La Palabra de hoy es un reclamo para expulsar del corazón todo lo que lo ensucia y lo hace inhabitable y a dejar que sea el Señor quién reine en él. Dado este paso aparecerán en nuestra alma el gozo, la alegría, la paz, la caridad y la fe. Sabremos que formamos parte del Reino de Dios. Este reino es espiritual y, para entrar en él, es preciso convertirse y vivir el Evangelio, aceptar y querer la voluntad de Dios. No podemos caminar por este reino cargados de egoísmo, es indispensable negarse a uno mismo y rezar, con perseverancia, para que el Señor nos socorra en nuestras debilidades. El hombre, por sí mismo, ni puede ni es digno de habitar este reino.
El Señor desea ardientemente que descubramos que su reino es un bien que no se puede comparar con cualquier otro de tipo humano. Los reinos del mundo tienen fecha de caducidad y dejan a su paso un poso de insatisfacción y frustración, cuando no de destrucción y de muerte. El demonio se encuentra muy cómodo en este marco.
Es bueno elevar, todos los días, nuestros corazones a Dios, porque la perfección absoluta de su reino la podremos disfrutar con nuestra resurrección. Las primicias de la tierra no son comparables con las del cielo. Lo que el demonio, nos presenta, con todo su poder, son los prolegómenos de un sufrimiento horrible y eterno, sin esperanza alguna de redención.
Mientras llegue la plenitud es bueno estar atentos porque dijo Jesús: “Como el relámpago brilla de un extremo a otro del cielo, así será el hijo del hombre cuando llegue su día”. Ese día su divinidad y grandeza será manifiesta para todo el mundo. Se hace necesario vivir como las vírgenes prudentes, en la seguridad de que todos estamos citados.
Ahora mismo, cuando yo termino de escribir estas pobres líneas y tú de leerlas, es el momento de ponerse “manos a la obra”, con entusiasmo y esperanza, porque la meta es demasiado preciosa para perder siquiera un segundo.