En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.» Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?» Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.» Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?» Contestaron: «Lo somos.» Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.» Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (San Marcos 10,35-45).
COMENTARIO
En un párrafo anterior (8,31 al 10 32-34), Marcos presenta a Jesús, que camino de Jerusalén, les va adelantando a sus discípulos lo que le espera. “El hijo del hombre va a sufrir mucho ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas” e incluso les advierte de su muerte y su resurrección. Ellos, dice Marcos, iban desconcertados. Jesús reúne a los más allegados y les dice claramente que será entregado y le condenarán a muerte “lo escupirán, lo azotarán y lo matarán pero a los tres días resucitará”.
Pero los discípulos están en otra cosa: la ambición de poder y gloria. Mateo pone este deseo en labios de la madre de los Zebedeos. Aquí Marcos lo narra como una acalorada discusión entre ellos, sobre quien sería elegido para un puesto más cercano al mesías. Se indignan los otros cuando conocen el atrevimiento de los Zebedeo, pero todos tenían la misma ambición.
Pensemos y meditemos en la paciencia del Señor que intenta una vez más que entiendan que no ha venido a este mundo para ser rey o caudillo libertador. Él viene a cumplir, como hombre enviado, la voluntad del padre.
A pesar de la repetida claridad de su mensaje, esta ambición de poder y de preeminencia, de gloria humana, sigue presente entre los seguidores de Jesús, después de veinte siglos, e incluso en el seno de la iglesia.
Es difícil comprender que la institución eclesial haya potenciado esta ambición con un sistema cardenalicio, que les hace poco menos que príncipes con ropajes suntuosos y especiales prebendas humanas. El papa Francisco ha hecho gestos como su permanencia en Santa Marta o su rechazo a los actos de excesiva pompa, que van alejando a aquél pontífice con imagen de emperador romano.
El servicio a la ingente tarea de llevar a Cristo y su buena nueva a todos los hombres, no debería dejar resquicios a la vanidad ni a la ambición de poder. Dice el teólogo Andrés Manrique en su obra “A vino nuevo odres nuevos”(análisis del evangelio de San Marcos): ”En la comunidad del reino de Dios, fundada por Jesús, es preciso renunciar a todo atisbo de preeminencia y grandeza o lo que es lo mismo a ‘ser el mayor’ ”
Jesús insiste y les señala el mal ejemplo de los gobernantes de la tierra “que tienden a tiranizar y a oprimir”. Y añade su gran frase: “El que quiera ser grande entre vosotros sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero sea esclavo de todos.”
Pero somos como somos. Debemos echar una mirada a nuestra vida porque la vanidad, un defecto algo ridículo, se mete por las rendijas más recónditas, y se muestra en las cosas más tontas de la vida: como la talla, la belleza, la simpatía, una casa más grande, el dinero, es inútil enumerarlas, se presume de todo. Y por supuesto de muchas cosas que nos han sido concedidas sin ningún mérito ni esfuerzo por nuestra parte.
Mi madre me dijo algo que me atrevo a comunicaros: “No presumas ante el otro de lo que posees: si tiene lo mismo que tú sería una fatuidad inútil; si tiene más que tú, quedarás en ridículo; y si tiene menos, tu presunción puede humillarlo y dañarlo y será una falta de caridad”.
Parece comprensible presumir de lo adquirido mediante el esfuerzo, los estudios, el trabajo, pero nadie puede sentirse superior, ya que desconoce las capacidades físicas y psíquicas del otro, o qué circunstancias de la vida le han impedido el ascenso.
Todas las personas pretendemos hacer de nosotros mismos unos ídolos, que vamos retocando poco a poco, para conseguir ese poder que da la admiración de los demás. Y hasta en el plano religioso se puede generar esta soberbia espiritual del fariseo de la parábola, que desprecia con altanería a su hermano pecador.
El espíritu de servicio sin reconocimiento ni aplauso, que Jesús nos pide, exige mucha humildad, la virtud más difícil de adquirir y practicar.