En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberiades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo; Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: – «Me voy a pescar». Ellos contestan: – «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: – «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: – «No». Él les dice: – «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. » La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: – «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: – «Traed de los peces que acabáis de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: – «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Juan 21, 1-14
Después de la experiencia profunda, y aún no asumida, en Jerusalén los discípulos vuelven a su realidad, a su historia de todos los días. Muchas veces caemos en el error de creer que la salvación de Dios viene a sacarnos de nuestra vida cotidiana, cuando es esa historia la que te ha llevado a descubrir al Dios que la ha creado. En el relato da la impresión de que los apóstoles intentan volver apesadumbrados a aquellas vidas que habían dejado cuando se encontraron a Aquel Jesús que se había ido para siempre. La noche es ese escenario que representa tantas veces nuestra realidad, nuestros miedos, nuestra falta de discernimiento. Además no habían cogido nada; esto es la imagen de la frustración, de la incapacidad del hombre.
Ante esta realidad aparece una figura a la que no reconocen y ésta trae una palabra: «Echad la red a la derecha de la barca». Aquellos hombres habían hecho un catecumenado con Jesús y tenían el oído abierto para reconocer una Palabra de «verdad». Obedecieron aún siendo expertos profesionales de la labor a la que se dedicaban. Otro fruto del camino que habían recorrido con el Maestro: la docilidad. Dice San Agustín que el que obedece nunca se equivoca y así fue: el Señor nunca defrauda. Cuando el hombre obedece la Palabra ésta nunca vuelve de vacío sino que da fruto en abundancia. Ellos ya habían experimentado con Jesús el poder de la Palabra y al contemplar de nuevo su eficacia reconocen a Aquél que daban por desaparecido.
La red repleta y no se rompía, dice el evangelista. Aquel joven rico se fue triste al no poder despreciar sus bienes por seguir a Jesucristo, estos pobres pescadores despreciaron lo poco que tenían por seguirle y he aquí el resultado: su vida llena a pesar de su pobreza y precariedad. San Pablo dirá que somos vasijas de barro pero repletas de abundancia de la gloria de Dios para que se manifieste que la sublimidad de este hecho no viene de nosotros.Y ¿qué es la gloria de Dios? Mira a Jesucristo: misericordia, justificación, acogida, en definitiva donación gratuita, amor con mayúsculas. Estemos atentos porque el Señor se manifiesta en nuestra historia de todos los días, esa que Él ha elegido para encontrarse con nosotros. El oído abierto y la disponibilidad, a semejanza de María, son la forma de descubrirle resucitado en nuestra vida, para que los que nos rodean se beneficien de la salvación que Dios ha preparado para los hombres en JESUCRISTO RESUCITADO.