«En aquel tiempo, habiendo echado Jesús un demonio, algunos de entre la multitud dijeron: “Si echa los demonios es por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios”. Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo en el cielo. Él, leyendo sus pensamientos, les dijo: “Todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa. Si también Satanás está en guerra civil, ¿cómo mantendrá su reino? Vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú; y, si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero, si otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte el botín. El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama. Cuando un espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por el desierto, buscando un sitio para descansar; pero, como no lo encuentra, dice: ‘Volveré a la casa de donde salí’. Al volver, se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va a coger otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio”». (Lc 11,15-26)
“En aquel tiempo, habiendo echado Jesús un demonio, algunos de entre la multitud dijeron: -Si echa los demonios, es por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios. Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo en el cielo. El, leyendo sus pensamientos, les dijo: -Todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa. Si también Satanás está en guerra civil, ¿cómo mantendrá su reino? Vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú; y si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte el botín. El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando un espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por el desierto, buscando un sitio para descansar; pero como no lo encuentra, dice: -Volveré a la casa de donde salí. Al volver se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va a coger otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio” (Lc 11,15-26).
Luchamos contra demonios y hacemos que los espíritus inmundos abandonen a ese de cuyo interior se habían apropiado. ¿No serán meras imaginaciones hablar de demonios? Puede que no, somos testigos de cómo los pueblos se han hundido en la fosa que cavaron, su pie quedó prendido en la red que escondieron, como reza el salmo. Somos testigos de ello, ¿no lo estamos viendo cada día delante de nuestros ojos? ¿Qué nos queda? Escapar llenos de espanto ante el Señor cuando nos pone delante lo que hemos de predicar: luto, duelo, lloros, quebrantos; dormir sobre ceniza, proclamar el ayuno, exhortar para que los ancianos y todos los habitantes de esa tierra clamen al Señor su perdón.
Jonás tomó en serio el encargo del Señor, y allá que se fue a predicar en la enorme ciudad sin remedio, que creía condenada por el Señor de manera dura e inexorable. Ganas tenemos a veces, llamados por el Señor al seguimiento de su palabra y de su juicio, de hacer lo mismo. Predicar el abandono y la destrucción. Ya está bien, esta vez el Señor se deshará de ellos, porque los ha juzgado ahora desde el trono de su condena torrencial. Creemos que seguir a Jesús es condenar a quienes tienen un comportamiento como el de los habitantes de Nínive, y haber recibido ya el adelanto de esta condena en nuestra predicación de la conversión. Nos escandalizamos tantas veces de que el Señor no actúe según nuestros criterios de justicia. Interpretamos tantos males y acontecimientos como un castigo divino –por ejemplo la epidemia del virus del ébola en estos momentos–, y no como una corrección misericordiosa de Dios para los hombres, llena de misericordia. Sí, nos escandaliza la misericordia del Señor. Si yo fuera Dios…
¡Uf, qué equivocados estamos!, como Jonás, quien cuando se le convierten los habitantes de la gran ciudad, para pasmo suyo, se queda sin voz. No entiende. ¿Cómo?, ¿no hay condena? ¿El Señor perdona? ¿Será posible?, ¿pero, sabe lo que hace? No creímos que el trato del Señor con los demás sería idéntico al que tuvo con nosotros: salvación, perdón, justificación, gracia, misericordia y paz. Pensamos que nosotros sí, pero ellos no. Nosotros nos lo merecíamos porque éramos seguidores del Señor, pero ellos no, pues no lo eran. Pero, así, les negamos por nuestro propio poder el que también ellos se convirtieran a Jesucristo, como nosotros, y se hicieran sus seguidores. Fuimos pájaros de mal agüero que esperábamos la condena y muerte de los que no eran como nosotros creíamos que nosotros mismos éramos. Olvidamos el papel redentor de la sangre y del agua que salieron del costado de Cristo clavado y muerto en la cruz. Quisimos apropiarnos de esa sangre y de esa agua. Ser nosotros sus dispensadores. Por eso, cuando vimos que el Señor perdonaba a quienes pensábamos que debía condenar, nos enfadamos hasta el resquemor más profundo y nos sentamos debajo del ricino, como Jonás, para llorar nuestra decepción y refugiarnos del increíble ardor. Pero Dios, como a Jonás, con supremo cariño, mandó a un gusano que se comiera el ricino y nos quedáramos a pleno sol. Que aprendiéramos del perdón del Señor para nosotros y para aquellos a los que predicábamos la conversión.
Leamos con cuidado la historia maravillosa de Jonás. Su canguelo que le llevó a escapar. Su predicación ardiente de que llega la cólera del Señor. Su incomprensión ante la conversión de los ninivitas y el perdón del Señor. La historia del ricino.
Ya vemos que son muchas y muy sutiles las posibilidades que tenemos de pensar que somos los dispensadores del seguimiento, que el sígueme era una voz para dejar las cosas en nuestras manos, olvidando que el perdón solo viene de Dios (Sal 129,4. De Profundis), y que lo profundo de este amor viene de Dios y no viene de nosotros. “Llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Co 4,7). Por tanto, el que no recoge con el Señor, desparrama.
Por eso, nos dice el Señor, tú, sígueme en el camino del perdón, de la misericordia y de la paz.
Ángel Olías.