«En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.» (Mt 23,1-12)
Este pasaje también lo encontramos en Marcos 12, y Lucas 11; es una impresionante diatriba contra los que eran entonces guardianes de la letra de la ley y jueces de su estricto cumplimiento. Resulta difícil escuchar palabras tan duras en boca del manso maestro.
Son muchas las lecciones que podemos sacar de este pasaje: en primer lugar deja al descubierto el gran pecado de la soberbia espiritual que tanto repugna al Señor; el ejercicio del poder religioso, que corrompe doblemente, exagerando los deberes y normas y cargándolos sin piedad sobre los creyentes; la falta de comprensión y ayuda, en su calidad de pastores, tratando con dureza a los fieles encomendados a su cuidado; la falta moral del propio incumplimiento de la ley; la vanidad extrema en sus gestos y vestiduras para exhibir la importancia de un puesto superior. No pudo recomendarlo mejor el papa Francisco diciéndoles a los obispos “que deberían oler a oveja”.
Nosotros, los católicos de misa frecuente, tenemos que ver aquí la enseñanza de no considerarnos superiores al que no cree, al que no frecuenta los sacramentos o al que vive en el error.
En este evangelio se hace la mejor defensa de la igualdad de todos los hombres. Con un solo Padre, todos somos hermanos, cargados de faltas, errores, deficiencias. Nadie es perfecto. Unas cualidades son más o menos valoradas socialmente que otras, pero nadie puede erigirse en superior a otro por su cargo o su rango, sus estudios o sus conocimientos; todos estamos igualados por nuestra calidad de hermanos.
En nuestra sociedad, incluso en los ambientes eclesiales o religiosos, se ha hecho caso omiso de estas frases y nunca se han considerado un mandato, como lo han sido otras recomendaciones y enseñanzas de los sermones evangélicos. Se ha llamado padre a al sacerdote, reverendo, eminencia, y otros tratos que se dedican a las dignidades eclesiásticas para dar mayor importancia y categoría al cargo que desempeñan.
En la historia de la Iglesia, papas y obispos nos han demostrado dolorosamente sus pecados y debilidades humanas en las que caen como cualquier cristiano de a pie. La humildad es la mas difícil de las virtudes; dentro de todo ser humano se retuerce ese gusano que pretende no dejarse adelantar en nada, ni en poder ni en belleza ni en posición social, por otro hermano.
Pero lo más grave, lo realmente indecente es la presunción de mayor cercanía de Dios, e incluso de santidad. Esto es lo que Jesús condena aquí con sus duras palabras: “El que quiera ser primero entre vosotros sea vuestro servidor”. Esa es la gran dignidad, el gran título que Jesús concede al que entrega su vida a los demás. Ese es el resumen de todo el evangelio: amar, y “nadie ama más que el que (de una u otra forma) da su vida por el hermano”.
Mª Nieves Díez Taboada