“Todavía estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con él. Uno se lo avisó: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablar contigo». Pero él contestó al que le avisaba: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre»” (Mt 12, 46-50).
COMENTARIO
Al leer el Evangelio que se nos propone hoy, sentimos extrañeza. No nos cabe en la cabeza el desplante aparente de Jesús a su madre, y su respuesta nos parece en principio muy dura.
Más si en un primer impacto sentimos tanta violencia, quizá sea porque no sabemos interpretar bien el texto. Un principio que tengo para mí es que cuando un pasaje bíblico me parece extraño, en vez de quedarme con la enseñanza literal, me pregunto por el sentido teológico que pueda tener, más allá de la literalidad.
Por ejemplo, al ver cómo se dirige Jesús a su madre en Caná de Galilea, llamándola “mujer”, o al leer que el Maestro enseña: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”; estas expresiones me llevan a leer los textos en un contexto mayor. Y así, el título de “mujer” no es despectivo, sino imagen tipológica de la nueva Eva, de la Iglesia. Y el mandamiento de posponer a los padres parece contradictorio, cuando dar un vaso de agua a un prójimo tendrá su recompensa. ¡Cuánta bendición tendrá el obsequio a quienes nos han dado la vida, si la Biblia bendice a los que tratan con piedad a sus padres! “Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros. Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y cuando rece, será escuchado. Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor” (Eclo 3, 3-6).
Desde un contexto mayor, la respuesta de Jesús a quienes le anuncian la presencia de su madre significa que según el Evangelio, las relaciones interpersonales no se fundan tanto en la carne y la sangre, cuanto en la filiación divina, que nos regala Jesucristo con su oblación.
Los bautizados somos más hermanos por el don de la fe que por la biología. María es más madre de Jesús por su fe que por haberlo traído al mundo, más por haber acogido la voluntad divina que por una razón natural.
Cada uno de nosotros tiene en las palabras de Jesús la declaración más sobrecogedora, pues por ellas nos podemos sentir sus amigos, como Él mismo enseña a los discípulos: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 14-15).