En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: – «Os aseguro: quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre.» Los judíos le dijeron: – «Ahora vemos claro que estás endemoniado; Abrahán murió, los profetas también, ¿y tú dices: «Quien guarde mi palabra no conocerá lo que es morir para siempre»? ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?» Jesús contestó: -«Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. El que me glorifica es mi Padre, de quien vosotros decís: «Es nuestro Dios», aunque no lo conocéis. Yo sí lo conozco, y si dijera: “no lo conozco» sería, como vosotros, un embustero; pero yo lo conozco y guardo su palabra. Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría.» Los judíos le dijeron: – «No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?» Jesús les dijo: – «Os aseguro que antes que naciera Abrahán, existo yo.» Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo. (Jn 8, 51-59).
En este jueves de la quinta semana de Cuaresma, y ya en vísperas de la Semana Santa, la Iglesia nos presenta este fragmento del evangelio de S. Juan. Pertenece a una larga perícopa del capítulo 8, donde aparece Jesús en polémica con los judíos acerca de paternidad de Dios.
En este diálogo Jesús hace una afirmación que los judíos no pueden soportar y le acusan de estar endemoniado: «quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre». O lo que es lo mismo: «quien guarda mi palabra, tendrá Vida Eterna».
Jesús se está identificando con el propio Dios. Y eso es inaceptable para ellos. Además, que lo diga en el Templo, en la casa de Dios, en el lugar sacratísimo para Israel, es escandaloso. Entonces comienza la polémica de quién es más grande, si Él o Abraham y los profetas. ¿Cuál es la pretensión de Jesús? ¿Por quién se tiene? Y Jesús contesta abiertamente que Él conoce a Dios, no como ellos, que son unos mentirosos al decir que le conocen. Si verdaderamente conocieran a Dios, le reconocerían a Él como Hijo de Dios, como hizo Abraham, que se alegró al conocer a su hijo Isaac que era figura anticipada de Jesús, el verdadero Siervo de Yahveh. Isaac (que significa risa, alegría) había sido para Abraham la realización cumplida de la promesa que Dios le había hecho. Y éste, al ver que Dios cumplía su promesa, se llenó de alegría. Jesús es la realización total y definitiva de la promesa de Dios a Israel, y a toda la humanidad, que jamás les abandonaría, que estaría siempre en medio de ellos (Dios-con-nosotros, Emmanuel), que les infundiría su propio Espíritu y tendrían con él la Vida Eterna, como había profetizado el profeta Ezequiel. Y así, todos los profetas. Pero Israel no quiso conocer a su Señor. «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, Israel no conoce, mi pueblo no discierne» (Is 1, 3). Esto, hasta el punto de que no sólo no aceptan la palabra de Jesús, no sólo no la reciben y la rechazan, no sólo no se alegran (como Abraham) de ver el día del Señor en la venida de Jesús, sino que quieren matarle. Y con todo, se llaman hijos de Abraham e hijos de Dios. Dice el propio S. Juan al comienzo de su evangelio que «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio el poder de ser (hacerse) hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1, 9-12).
Y estas cosas nos las dice hoy a todos nosotros que escuchamos o leemos este evangelio, porque la cuestión que aquí se plantea es en definitiva si somos o no somos hijos de Dios; si aceptamos y recibimos su palabra y su Espíritu, o no. Podemos caer en el error y en la tentación de decir algo parecido a los judíos del tiempo de Jesús. Ellos decían que eran hijos de Abraham y que eran hijos de Dios., y se sentían seguros con eso. Nosotros podemos decir que también somos hijos de Dios, porque estamos bautizados. Y ciertamente el Bautismo nos hace hijos de Dios, pero ¿nos comportamos como hijos de Dios?, ¿son nuestras obras las obras de Dios? ¿Glorifican los hombres a Dios al ver nuestras obras? «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16). ¿Nos dejamos llevar por el Espíritu de Dios en nuestra vida? Porque, como dice S. Pablo «Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer el el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar «Abbá, Padre». El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él para ser también con Él glorificados» (Rom 8, 14-17).
Decíamos al principio que estamos ya a las puertas de la Semana Santa, donde celebráremos su Pasión, su Muerte y su Resurreccion-Glorificación. El final de este evangelio dice que los judíos cogieron piedras para matarle, pero Jesús se escondió y salió del Templo. No era su hora. Aunque llega su hora, la hora en la que el Hijo del hombre tiene que ser glorificado, pasando por la cruz. Y nosotros con Él.
Ángel Olías