«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: ‘Serán todos discípulos de Dios’. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ese ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”». (Jn 6, 44-51)
Desde hace unos días, la Iglesia viene proclamando en la Liturgia de la Palabra la catequesis eucarística que el evangelista Juan nos ha dejado en su capítulo sexto, conocida también como el “discurso del pan de vida” pronunciado en la sinagoga de Cafarnaúm. Al final de la vida pública de Jesús en Galilea, la multiplicación de los panes se convierte, por un lado, en el signo eminente de la misión mesiánica de Jesús, pero al mismo tiempo en una encrucijada de su actuación, que a partir de entonces se convierte claramente en un camino hacia la cruz.
El contexto fundamental en el que Juan sitúa todo el capítulo sexto es la comparación entre Moisés y Jesús. En síntesis, viene a decirnos que Jesús es el Moisés definitivo y más grande, el profeta que Moisés anunció a las puertas de la tierra santa y del que dijo: “Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande” (Dt 18,18). Por eso no es casual que al final de la multiplicación de los panes, y antes de que intentaran proclamar rey a Jesús, aparezca la siguiente frase: “Este sí que es el profeta que tenía que venir al mundo” (Jn 6, 14). Teniendo, pues, a Moisés como trasfondo, aparecen los requisitos que debía tener Jesús. En la expectativa mesiánica el gran don que se perfilaba en el recuerdo era sobre todo el maná: Moisés había regalado el pan del cielo, Dios mismo había alimentado con el pan del cielo al pueblo errante de Israel. Para un pueblo en el que muchos sufrían el hambre y la fatiga de buscar el pan cada día, esta era la promesa de las promesas, que en cierto modo lo resumía todo: la eliminación de toda necesidad, el don que habría de saciar el hambre de todos y para siempre.
El otro don de Moisés, estrechamente relacionado tanto con la contemplación de Dios y su manifestación de su nombre como con el maná, y a través del cual el pueblo de Israel se convierte en pueblo de Dios, es la Torá; la Palabra de Dios, que muestra el camino y lleva a la vida porque “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3). Sí, la Torá es “pan” que viene de Dios; pero solo nos muestra, por así decirlo, la espalda de Dios, es su “sombra”. “El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,33). Como los que le escuchaban seguían sin entenderlo, Jesús lo repite de un modo inequívoco: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed” (Jn 6,35).
La gran novedad que Jesús nos revela es que la Torá se ha hecho Persona, es decir, que en el encuentro con Jesús nos alimentamos del Dios vivo, comemos realmente el pan del cielo. De acuerdo con esto, Jesús ya había dejado claro antes que lo único que Dios exige es creer en Él. Los oyentes le habían preguntado: “¿cómo podremos ocuparnos del trabajo que Dios quiere? (Jn 6,28). Los que escuchan están dispuestos a trabajar, a actuar, a hacer obras para recibir ese pan; pero no se puede ganar solo mediante el trabajo humano, mediante el propio esfuerzo. Únicamente puede llegar a nosotros como don de Dios, como obra de Dios. La realidad más alta y esencial no la podemos conseguir por nosotros mismos; tenemos que dejar que se nos conceda y, por así decirlo, entrar en la dinámica de los dones que se nos conceden. Esto ocurre en la fe en Jesús, que es diálogo y relación viva con el Padre, y que en nosotros quiere convertirse de nuevo en palabra y amor.
La fe es una virtud teologal, un don del cielo que hemos de pedir con humildad. El diálogo con el se inicia la Liturgia Bautismal nos introduce en esta pedagogía del don y de la petición: ¿Qué pedís a la Iglesia para vuestro hijo/a? R/ La Fe; ¿Qué te da la Fe? R/ La Vida Eterna. Este es el gran regalo de la Eucaristía, Carne de Cristo para la vida del mundo: participar de la Vida Eterna, aquí y ahora. En este discurso en la Sinagoga de Cafarnaúm, vemos cómo Jesús nos dice: «Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6,32-33); y llega a identificarse él mismo, la propia carne y la propia sangre, con ese pan: « Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo » (Jn 6,51). Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres.
La Eucaristía es el sacramento que alimenta nuestra fe, necesitamos creer y comer la Palabra y el Cuerpo de Cristo para tener vida eterna dentro de nosotros. El Señor Jesús, que por nosotros se ha hecho alimento de verdad y de amor, hablando del don de su vida nos asegura que «quien coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51). Pero esta «vida eterna» se inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don eucarístico realiza en nosotros: «El que me come vivirá por mí» (Jn 6,57). Estas palabras de Jesús nos permiten comprender cómo el misterio «creído» y «celebrado» contiene en sí un dinamismo que lo convierte en principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. En efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente.
Juan José Calles