Dijo Jesús al gentío: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. (Jn. 6,44-51)
El Padre es el único que puede llevar al hombre a Jesucristo. Si el hombre no va a Jesucristo, éste no podrá resucitarlo “el último día”. Y el Padre no llevará a nadie a Jesucristo a la fuerza; es decir, si no se deja conducir voluntariamente. De todo ello se deduce que todos tenemos en la mano la salvación, la resurrección del último día, si somos suficientemente humildes como para aceptar que somos pecadores, admitir que somos débiles y que nos equivocamos. Si nuestra actitud es esta, entonces podremos abandonamos en las manos del Padre de modo que sea Él el que nos conduzca.
Para tener vida eterna es preciso creer y actuar de acuerdo con esa creencia. Cristo nos alimenta con el alimento que no se corrompe, que produce vida eterna; con el alimento que ha bajado del cielo: con su propio cuerpo y su sangre; en definitiva, viniendo él mismo a habitar en cada uno de nosotros.
Así como cualquier alimento, una vez ingerido se transforma en nuestro propio cuerpo, al tomar el cuerpo y la sangre del Señor somos nosotros los que nos vamos transformando en él, en Jesús. No en vano, todos formamos parte del Cuerpo Místico de Jesucristo.
Una reflexión profunda sobre todas estas cuestiones nos pueden llevar a considerar la necesidad que tenemos de vivir alerta para luchar contra la tentación, la importancia que tiene el vivir en lucha abierta contra nuestros malos pensamientos para evitar las actuaciones pecaminosas a las que somos tan proclives; en definitiva, lo crucial que es para cada uno de nosotros implorar la gracia de Dios para que nos ayude a vencer la tentación.
Ser excluido de la atracción que ha de ejercer el Padre para ir a Jesucristo sólo puede ocurrir por la obstinación de un corazón pervertido y contumaz en el pecado. Ante esa posibilidad, todo esfuerzo es poco con tal de no ser privado de los bienes eternos prometidos por Jesús.